13 feb. 2025

Defender y ser

Aquí sabemos lo que no debiéramos hacer, pero no resulta claro lo que tendríamos que proteger, lo que valdría valorarlo.

Por Benjamín Fernández Bogado
flibre@highway.com.py
Algunos hablan de que los bolivianos inventarán un conflicto con nuestro país para cohesionar su posible escisión como república. Otros dicen, con razón, que los brasileños cultivan soja hasta en los resguardos carreteros y expulsan a punta de dinero y tecnología a miles de compatriotas al mundo urbano.
Se habla de que el siniestro Comando Capital del crimen brasileño se ha hecho de un territorio libre en la frontera noreste del país y la percepción ciudadana es que la mafia es una de las instituciones más eficientes de este país y que su nivel de gestión ha sobrepasado a la Justicia, la Policía y los militares juntos.
Todos sabemos esto o al menos lo intuimos. Ahora bien, ¿qué hacemos para defendernos de sus efectos negativos? Las fronteras están abandonadas, el ejercicio de la norma es casi desconocido, el crimen ha paralizado la reacción de muchos y el desconcierto del Estado es medible por la angustiosa convocatoria del Ministro del Interior a armarse y defenderse como se pueda. Antes había un sinvergüenza en el cargo que decía que “teníamos que rezar”.
No hemos definido como país qué es aquello que queremos de verdad defender. ¿Es la vida el valor fundamental? ¿O acaso son los escasos bienes que produce una minoría los que deberían ser sujetos de protección a toda costa?
Faustino Sarmiento había reunido a los ricos argentinos en la segunda mitad del siglo XIX para decirles que inviertan en educación, pero “que no lo hicieran por solidaridad, sino por codicia, ya que, de lo contrario, la brecha entre ricos y pobres sería llenada con la sangre de ustedes”.
Entendieron la amenaza y el mensaje. Cambiaron y el Estado comenzó a construir sus bases institucionales sobre una estructura que tuvo en el conocimiento su gran pívot de desarrollo.
Aquí no sabemos con claridad qué es lo que querríamos defender y, por lo tanto, estamos expuestos a todos los ataques posibles.
Nuestra situación se asemeja a una tragedia griega que tiene tres partes muy claras. En la primera, todos los personajes saben que van a morir. En la segunda, ninguno quiere morir. Y, en la tercera, todos hacen algo... para morir.
Aquí sabemos lo que no debiéramos hacer, pero no resulta claro lo que tendríamos que proteger, lo que valdría valorarlo. Por eso, en la cotidiana acción, se reniega del compromiso de llevarlos a la practica.
La conclusión, por lo tanto, no puede ser otra que la tercera parte de la tragedia griega. No es suficiente decir aquello que está mal, sino preguntar e interpelarnos incluso para saber qué es aquello que debiera ser la razón de la sociedad para preservarse como tal. Si no respondemos a esta pregunta simple, no tendremos la autoridad ética ni la fuerza moral para condenar sus efectos.
Nuestro país debe defender aquello que proclama en su Constitución: la vida, la familia, la persona, su libertad, sus deberes y derechos, sus instituciones. Pero por sobre todo debe ilustrar a una población cansada de los efectos de tanta ignorancia, en cuyo nombre se perpetra la mayoría de los actos contrarios a lo que debiera ser una república.
Vivimos para proyectar lo que queremos ser, pero vivimos fundamentalmente para defender aquello que valoramos ser.