Además de evidenciarse el déficit de financiamiento, esta cifra revela serias deficiencias en la programación presupuestaria del Ministerio de Obras Públicas y en los mecanismos de seguimiento del Ministerio de Hacienda. No se deberían haber firmado contratos ni mucho menos iniciado obras sin que exista una proyección de largo plazo sobre los mecanismos de financiamiento que permitirán la conclusión de las mismas.
El segundo problema que se ve es el escaso valor público de muchas de las obras realizadas. Si faltan recursos no es porque no existen, sino porque se priorizan aquellas que por intereses particulares se decide por el financiamiento público.
El tercer problema es el exiguo retorno que está teniendo la infraestructura después de una década de financiamiento. Muchas de las obras de infraestructura deberían estar financiándose con los recursos tributarios derivados del crecimiento económico o del pago de peajes; sin embargo, ambas fuentes de recursos permanecen casi sin cambio.
Todos estos problemas están poniendo al financiamiento público en un espiral de endeudamiento cuyo impacto en la ciudadanía, en lugar de ser positivo como se había prometido para justificar las obras y la deuda, está siendo negativo si se consideran las restricciones presupuestarias que ya se empiezan a ver en inversiones que sí tienen efecto directo en la ciudadanía, como la salud, la educación, la protección social, la producción de alimentos o la vivienda.
Ni hablar de ámbitos en los que el financiamiento es casi inexistente como el de la primera infancia, el cuidado de las personas mayores, la violencia contra las mujeres, la salud mental, las adicciones, la reforma del transporte público, la calidad de la educación o de la energía eléctrica.
Después de 10 años de inversión en infraestructura sin la debida planificación y selección de obras en función del bien común, estamos viendo los resultados. La situación empeora si se considera que dicha inversión se financió con deuda. La deuda hay que pagarla y la presión tributaria se mantiene invariable desde hace dos décadas a pesar del alto nivel de crecimiento económico y de que Paraguay pasó a ser un país de ingreso medio bajo a país de ingreso medio alto.
Estamos asumiendo peligrosamente que podemos mejorar nuestro nivel de infraestructura sin pagar los costos políticos ni económicos. Las dos últimas gestiones de gobierno han decidido inaugurar obras sin conflictuarse por los costos ni la equidad tanto en términos de a quién benefician como de quién pagará la cuenta.
En todos estos años hemos visto obras que debieron destruirse como el metrobús o innecesarias como la famosa pasarela, construcciones de dudoso valor público porque responden a intereses sectoriales o privados, problemas de diseño y sobrecostos. Los gobiernos buscan solo rédito político para la siguiente elección y los funcionarios públicos involucrados, sin carrera del servicio civil, permanecer independientemente de sus resultados.
Mientras, la ciudadanía que enfrenta el deterioro de sus niveles de vida inclusive antes de la pandemia, terminará pagando tarde o temprano las obras con sus impuestos. Es urgente que las autoridades fiscales evalúen la situación al margen de las presiones de sectores particulares y propongan un plan realista de manera a eliminar estas situaciones, que terminan teniendo soluciones de urgencia que solo agravan más el escenario a largo plazo.