Por Alfredo Boccia Paz
Nos hemos quedado sin limbo y nadie parece extrañarlo. Hace unos días la Comisión Teológica Pontifical del Vaticano ha aconsejado eliminarlo y la idea no le disgustó al Papa. A partir de ahora las almas de los niños que mueren sin bautizarse –y que perdían, por ende, el pase directo al cielo– ya no quedarán vagando en el limbo. Esa cavidad misteriosa y fronteriza venía gozando de una creciente mala prensa. Según el catecismo de San Pío X era un lugar donde “los niños no gozan de Dios, pero tampoco sufren”. Juan Pablo II hacía como si no existiera, jamás lo citaba. Y ahora Benedicto XVI lo borra de un plumazo.
Me entero ahora de que Jesucristo jamás mencionó al limbo. Ya me parecía que no podía ser tan cruel. La idea surgió allá por el siglo V y, desde entonces, ha atormentado a generaciones de madres que no se resignaban que a su bebé perdido le sea negado el derecho de ver el rostro de Dios. Durante mi infancia –tal vez por ser hijo de un dentista– me imaginaba al limbo como una angustiante sala de espera. Solo que más allá de la puerta no existía nada. Me parecía que enviar bebés a ese lugar era muy poco compasivo. Privados del cielo por un tecnicismo, ¿tenían acaso la culpa de una situación al respecto de la cual no podían hacer nada?
Por eso, supongo que muchos católicos se sentirán aliviados. Me quedan, sin embargo, algunas dudas. ¿Se benefician de la medida las almas de toda la humanidad que murieron antes de la llegada de Jesús? ¿Y los millones de embriones muertos en abortos? Si la respuesta es sí, me imagino al Paraíso como un condominio con problemas de superpoblación.
Como el Paraguay es un Estado laico, las decisiones del Vaticano no son vinculantes. No estamos, pues, obligados a cambiar ciertos limbos terrenales hondamente arraigados en nuestras costumbres. Pienso en los expedientes judiciales guardados durante años en limbáticos cajones; en los sumarios administrativos que permanecen en estado intemporal e indefinido; en los funcionarios públicos que no son destituidos ni ascendidos, sino mantenidos congelados en enigmáticos freezers.
Eliminado el limbo, uno se ve tentado a mirar hacia el purgatorio, ese peaje celestial espantoso que tampoco tiene raíces en los Evangelios, pues se trata de un concepto teológico originado en la Edad Media. Ese es un lugar tan desagradable como el infierno, pero con la ventaja de no ser eterno. Sus efectos disuasivos demostraron ser muy escasos a lo largo de la historia de la humanidad y bien podríamos prescindir de él. De hecho, si a Benedicto XVI se le ocurriera suprimirlo, tampoco habría mucha gente preocupada. Salvo quizás aquí, en nuestro país. Es que el purgatorio parece haber sido diseñado por un teólogo compatriota. Es un castigo, pero ofrece una salida. Es una pena intermedia, negociable, algo que siempre es “hablable”. Finalmente, quien allí fuera enviado –cual preso sãmbuku– se librará del infierno y alcanzará el cielo. Sí, mejor no tocar el purgatorio. Es deliciosamente paraguayo.