Por Adolfo Ferreiro
Entre 1914 y 1945 la mayor parte de la humanidad vivió lo que algunos historiadores llaman “la era de la guerra total”. En ese lapso ocurrieron eventos trágicos hasta entonces inimaginables para generar toda clase de sufrimiento y mortandad.
Los muertos, que hasta entonces se contabilizaban en las guerras por cientos de miles, pasaron a contarse por millones y decenas de millones, como si nada. El aumento no ocurrió porque “había más gente” sino por las concepciones profundas, las estrategias y los objetivos que definieron las políticas de los gobiernos y poderes emergentes en el mundo.
Cuando se recorre el registro del horror, destaca lo que fue la política del Gobierno alemán de Adolfo Hitler, respecto de las personas pertenecientes a la comunidad cultural, étnica y religiosa judía.
Comparte el Holocausto judío magnitudes similares de horror con otros hechos, como fueron los exterminios de adversarios políticos por el stalinismo en el mundo soviético, las matanzas inmensurables en el Asia, los genocidios en el Oriente próximo y otras hazañas repudiables en tantos lugares del mundo.
¿Por qué entonces el destaque que tiene el Holocausto a la hora de hablar de estos horrores y, sobre todo, para advertir sobre los riesgos de su repetición? Hay, sin duda, muchas razones, como la encomiable decisión de los sobrevivientes y sus descendientes de no permitir el olvido, no para el rencor al que tienen derecho, sino como principal contribución para estigmatizar lo ocurrido.
Pero lo que tal vez unifica el repudio unánime de toda humanidad decente al plan de exterminio de judíos es la fría manera en que se concibió, planificó y ejecutó desde el más alto poder político de un Estado europeo, con la tolerancia y hasta simpatía de amplios sectores de la población y la paciencia indolente de un mundo cínico o, como mínimo, incapaz de entender lo que ocurría y asumir con tiempo y con todo lo disponible las acciones que obligaba la sola noticia de lo que acontecía en los territorios dominados por el nazismo.
Por eso es importante la decisión de condenar como crimen, hoy día, la negación del Holocausto. Porque mientras exista memoria y condena serán murallas para los que todavía creen que semejantes métodos pueden utilizarse a favor de los nuevos proyectos totalitarios que amenazan la humanidad.
También hay otro beneficio en tener presentes de manera activa y militante la memoria y la condena: ayudan a identificar con tiempo bestialidades que aún no se perciben en toda su magnitud y con las que se convive y trafica peligrosamente. Tal el caso del tiranuelo Hugo Chávez, cuyas disparatadas ideas de socialismo, antiimperialismo payasesco y tropical autoritarismo son consideradas apenas como desgracia y amenaza para su propio pueblo, por lo que no merece sacrificio alguno de parte de otras naciones ponerlo en su lugar.
Ahora Chávez, en evidente identidad ideológica, lo que no es divisible con beneficio de inventario, con el presidente de Irán, quien es el principal portavoz político de la negación del Holocausto, definitivamente obliga a una definición radical contra su bestialidad en ciernes: de socialista ni de cristiano no tiene nada; es un vulgar neonazi que por oportunismo contribuirá a cualquier desquicio que provoquen las tiranías teocráticas con las que desde ya coincide en congresos y reuniones junto a organizaciones como el racista Ku-Klux-Klan.
Por eso, la decencia moral y política obliga a un posicionamiento claro frente a las bestialidades en ciernes, entre ellas la de Chávez y la del tal Mamohud de Irán, y seguir recordando y condenando con energía lo que fue el Holocausto porque sobre ese doloroso recuerdo es más sólida y digna la decisión de evitar el horror de nuevas tiranías.
No debemos olvidar que, en términos históricos, el horror nazi fue hace poco. El de los nuevos hítleres puede ser mañana si se cometen las mismas tolerancias que posibilitaron lo que se padeció ayer nomás.