Existen dos instancias necesarias en el que gobierna la sociedad.
Una de ellas es la autoridad. La otra, el poder.
La autoridad se sustenta en la calidad moral y la autenticidad del que gobierna.
Su ejemplaridad ética en el ejercicio del cargo es su punto capital y es lo que justifica decisiones difíciles de tomar y que son dolorosas en su aplicación. Estas decisiones ejemplares se apoyan en que los gobernados la conozcan y la acepten para el bien de la población.
El poder nace de la ley que lo da a una persona y este origen del poder no solamente tiene que ser legal, sino también legítimo desde el comienzo.
Un gobernante elegido legalmente, porque fue votado guardándose todas las instancias, pero elegido ilegalmente porque en algún punto esa votación fue fraudulenta, no tiene poder.
Esta autoridad y poder deben de existir en todo presidente o cargo público en un equilibrio que los una y haga crecer.
Lo terrible es tener un presidente, diputado o senador que sea ilegítimo en el poder, por su origen fraudulento y que en cuanto a autoridad carezca de ella porque su gobierno no sea para bien de la nación, sino para provecho propio o de su partido.
Demasiadas cosas están contenidas en estas pocas líneas.
El ciudadano consciente debe de conocer los fallos que hay en estos aspectos en sus gobernantes. Estos se suelen ocultar en las campañas y desgraciadamente no llegamos a conocerlos. Luego los votamos.
Y aquí hay que aplicar las tres palabras que la Plataforma nos recordó para enjuiciar la dictadura de 35 años y la seudodemocracia posterior de 30 años: “Memoria, juicio y castigo”.
Memoria para no olvidarlo, juicio para denunciarlo y castigo para vernos libres de este mal.
Muchas veces me he preguntado cuál será el mal peor que soportamos.
Y pienso que son los gobernantes ilegítimos y sin autoridad.