Este no es un país cualquiera, a pesar de que algunos líderes se empeñan en hacerlo parecer.
Venimos de un holocausto, ubicados geográficamente entre dos elefantes egoístas y aprovechadores de su condición, con un vecino al norte desconocido.
Somos un país joven con mentalidad y dirigencia viejas. Una nación de esfuerzo y sobrevivencia que se quedó tyre’y (huérfano, solo y desdichado) y con el complejo enorme de saber que cuando le va bien es cuando le va ir peor. Y, a veces, con una conclusión dramática: que las desgracias le vienen al que trabaja.
En este tiempo de resurrección deberíamos sacar lo mejor que tenemos. Una extraordinaria fuerza por sobrevivir que deberíamos cambiarla por la de vivir en un país pequeño en población que, sin embargo, pelea a muerte por un pedazo de tierra no necesariamente para hacerla fértil ni próspera.
Somos un país de gente pobre que vivía con dignidad y que enseñó a toda una generación a ser proba, honesta, esforzada y responsable. Personas que con lo que producían en sus capueras eran capaces de alimentar a su siempre numerosa prole sin esperar el vaso de leche de ningún gobierno atenazado por su conciencia y su incapacidad.
Somos un país que sacó la mejor generación que tuvo alguna vez con una pizarra portátil donde los maestros hacían “la magia de enseñar” sin requerir ni de kits ni de computadoras.
Nos fue bien cuando creíamos en los principios y en los valores. Nos va mal porque sencillamente los hemos olvidado.
Requerimos un reencuentro con las cosas simples que nos permiten ser orgullosamente paraguayos y universales. Sacar nuestros miedos y resentimientos aprendiendo que el otro es en quien perfeccionamos nuestras capacidades y expresamos la fuerza legitimadora del poder que es el amor.
Parece complejo, pero todo eso vive dentro de nosotros, aunque ahora parezca sepultado por las cenizas de un fuego del pasado.
Es cuestión de removerlo y volver a renacer como la vida misma, que en tiempos como los actuales parece no tener horizonte ni esperanza, pero que, sin embargo, vuelve a mostrarnos siempre la renovación permanente de la vida.
Cuando vemos hoy la reacción popular al escándalo de la corrupción, nos quedan a mano solo dos opciones: sumirnos en la depresión de que eso es parte de nuestra genética nacional o reencontrarnos con las bases matriciales, genuinas, del Paraguay de antes y de siempre.
Un pueblo sencillo, afectuoso, solidario, digno incluso en la peor de sus pobrezas, tiene la obligación de renacer para proyectar en las nuevas generaciones la esperanza de un futuro mejor.
Estamos compelidos a ser felices y a buscar que nuestros gobiernos se perfeccionen en directa proporción a lo que hacen para que la gente busque ese estado.
La peor de las corrupciones es el pesimismo que muchos con sus actos tratan todos los días de demostrarnos que “así nomás somos los paraguayos”, cuando en verdad si sobrevivimos aún es porque millones hacen todos los días algo que demuestra que algún día renacerá el Paraguay, porque habrá encontrado las claves de su personalidad como nación en sus bases matriciales.
Es cuestión de remover la ceniza para que retorne el fuego.