Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte, con alegría en medio de dificultades, incluso graves, con obstáculos que exigirán esfuerzo y sacrificio, con enfermedades, serenos ante un futuro quizá incierto... Así nos pide el Señor que vivamos. Y esto será posible si consideramos muchas veces al día que somos hijos de Dios, y de modo particular cuando nos asalte la inquietud, la zozobra, la oscuridad.
Nos exhorta Jesús a no temer nada, excepto al pecado, que quita la amistad con Dios y conduce a la eterna condenación. Ante las dificultades debemos ser fuertes y valerosos, como corresponde a hijos de Dios: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo –nos dice el Señor–, pero no pueden matar el alma; temed ante todo al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno.
El santo temor de Dios es un don del Espíritu Santo que facilita la lucha decidida contra el pecado, contra aquello que separe de Él, y nos mueve a huir de las ocasiones de pecar, a no fiarnos de nosotros mismos, a tener presente en todo momento que tenemos los “pies de barro”, frágiles y quebradizos. Los males corporales, incluida la muerte, no son nada en comparación con los males del alma, el pecado.
El papa Francisco a propósito del evangelio de hoy dijo: “También los cabellos de su cabeza son contados. ¡No tengan miedo! ¡Valen más que muchos gorriones! Delante de todos estos miedos que nos ponen aquí o allá, y que nos pone el virus, la levadura de la hipocresía farisea, Jesús nos dice: Hay un Padre.
Hay un Padre que os ama. Hay un Padre que cuida de ustedes. Para no caer en esa actitud farisea que no es ni luz ni tinieblas sino que está ‘a mitad’ de camino que nunca llegará a la luz de Dios, hay que rezar mucho”.
Se extracta lo dicho por el Sumo Pontífice en la audiencia general: “El día de nuestro Bautismo resonó para nosotros la invocación de los santos. Muchos de nosotros en aquel momento éramos niños, llevados en los brazos de los padres. Poco antes de cumplir la unción con el óleo de los catecúmenos, símbolo de la fuerza de Dios en la lucha contra el mal, el sacerdote invitó a la entera asamblea a rezar por quienes estaban a punto de recibir el Bautismo, invocando la intercesión de los santos.
Aquella era la primera vez en la cual, a lo largo de la vida, nos era regalada esta compañía de hermanos y hermanas “mayores” –los santos– que pasaron por nuestra misma calle, que conocieron nuestras fatigas y viven para siempre en el abrazo de Dios. Los cristianos, en el combatir el mal, no se desesperan. El cristianismo cultiva una incurable confianza: no cree que las fuerzas negativas y disgregantes puedan prevalecer. La última palabra sobre la historia del hombre no es el odio, no es la muerte, no es la guerra.
Y, ¿qué somos nosotros? Somos polvo que aspira al cielo. Débiles nuestras fuerzas, pero potente el misterio de la gracia que está presente en la vida de los cristianos. Somos fieles a esta tierra, que Jesús ha amado en cada instante de su vida, pero sabemos y queremos esperar en la transfiguración del mundo, en su cumplimiento definitivo donde no habrá más lágrimas, maldad y sufrimiento.
Que el Señor nos done a todos nosotros la esperanza de ser santos. Pero alguno de vosotros podrá preguntarme: “Padre, ¿se puede ser santo en la vida de todos los días?” Sí, se puede. “Pero ¿esto significa que debemos rezar todo el día?” No, significa que debes cumplir tu deber todo el día: rezar, ir al trabajo, cuidar de los hijos. Pero es necesario hacer todo con el corazón abierto hacia Dios, de manera que el trabajo, también en la enfermedad, incluso en la dificultad, esté abierto a Dios. Y así nos podemos convertir en santos. Que el Señor nos dé la esperanza de ser santos. ¡No pensemos que es una cosa difícil, que es más fácil ser delincuentes que santos! No. Se puede ser santos porque nos ayuda el Señor; es Él quien nos ayuda”.
(Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal)