Esto significaría que hemos desarrollado, por amor a Dios y por amor a los hombres, una serie de cualidades humanas que fomentan y hacen posible la amistad: el desinterés, la comprensión, el espíritu de colaboración, el optimismo, la lealtad... Amistad también dentro de la propia familia: entre hermanos, hijos, con los padres.
La amistad, cuando es verdadera, resiste bien las diferencias de edades. Es condición, a veces imprescindible, para el apostolado.
Cuentan de Alejandro Magno que, estando próximo a morir, sus parientes más cercanos, le repetían con insistencia: «Alejandro, ¿dónde tienes tus tesoros?». «¿Mis tesoros?», preguntaba él. Y respondía: «En el bolsillo de mis amigos». Al final de nuestra vida nuestros amigos deberían poder decir que les dimos a compartir siempre lo mejor.
El respeto, que es delicadeza, valorar a otro, es imprescindible para convivir. La fe nos enseña además a respetar a las personas que tratamos cada día, porque son imagen de Dios, porque cada una ha sido redimida con la sangre preciosísima de Nuestro Señor. También a aquellos que por alguna razón, casi siempre de escaso relieve, nos parecen menos simpáticos o divertidos. También la convivencia humana exige respetar las cosas, porque son bienes de Dios que ha puesto al servicio del hombre. Respetar la naturaleza tiene su más hondo sentido en que forma parte de la creación y a través de ella se puede dar gloria.
El papa Francisco al respecto del evangelio de hoy dijo: “El templo es un lugar donde la comunidad va a rezar, a alabar al Señor, a darle gracias, pero sobre todo a adorar: en el templo se adora al Señor. Y este es el punto importante. También, esto es válido para las ceremonias litúrgicas, ¿qué es más importante?
Lo más importante es la adoración: toda la comunidad reunida mira al altar donde se celebra el sacrificio y adora. Pero, yo creo los cristianos quizá hemos perdido un poco el sentido de la adoración y pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos –¡es bueno, es bonito!– pero el centro está donde está Dios.
(Del libro Hablar con Dios)