20 abr. 2024

Un tembloroso bisturí

¿Qué haría usted si se presentara a un hospital a que le extirpen el apéndice y se encontrara en el quirófano con un cirujano de dudosa formación académica e incapaz de sostener siquiera el escalpelo en una mano sin temblar dolorosamente? ¿Dejaría que esa mano esgrimiera torpemente el bisturí y cortara su carne y hurgara luego en sus entrañas?

Estoy seguro de que no. Si no tuviera usted garantías absolutas de que el hombre o la mujer tras el stiletto saben exactamente lo que están haciendo jamás les consentiría ese acceso antinatural a sus vísceras.

Por eso todas las sociedades son tan rigurosas para preparar a sus médicos. Por eso muy pocos se animan a intentar siquiera el ingreso a las universidades serias de medicina. Por eso un estudiante de medicina requiere de todo su tiempo para instruirse acabadamente en la ciencia y el arte de curar.

Por eso no cualquiera puede ser médico. Por eso aún para ser un médico mediocre se requiere estar por encima del promedio del resto de los mortales.

Porque no estamos dispuestos a poner nuestras vidas en manos de un improvisado.

¿Cómo se explica entonces que con tanta displicencia permitamos sí que hombres y mujeres sin mayor instrucción ni vocación se hagan cargo del cerebro de nuestros niños?

¿Por qué nos aterra la imagen de un médico al que le tiemble la mano que sostiene el metal que nos enterrará en la piel, y no nos horroriza escuchar el vapuleado español del que deberá enterrar en las tiernas cabecitas de los infantes los conocimientos más básicos y esenciales para su supervivencia apoyado precisamente en la palabra.

¿Cómo se supone que construirá ideas en esas mentes vírgenes si los ladrillos para montarlas son las mismas palabras de las que apenas conoce unas pocas? ¿Cómo les enseñará a razonar si su propia capacidad de raciocinio se encuentra vergonzosamente limitada?

Un maestro debería ganar lo mismo que un médico. Pero para formar un maestro deberíamos aplicar el mismo rigor que el que aplicamos para seleccionar y formar un médico.

Porque no cualquiera puede ser maestro. Porque hasta el más mediocre de los maestros debe estar por encima del promedio del resto de los mortales.

Esta es la piedra angular sobre la que se sostiene la mediocridad pavorosa del sistema. Dejaron que ingresarán a la docencia hombres y mujeres que sencillamente no sirven para enseñar. Y eso solo se puede enmendar de una forma: Hay que mandarlos de regreso a sus casas.