En realidad, el nombre completo de la norma es “Ley 5476, que establece normas de Transparencia y Defensa al Usuario en la Utilización de Tarjetas de Créditos”.
En un mercado creciente y cada vez más masivo en la utilización de este importante servicio financiero, queda claro que determinadas normativas de transparencia son absolutamente necesarias para evitar potenciales abusos.
Existe además un alto grado de vulnerabilidad en los usuarios, pues a las políticas que vienen impulsando la inclusión financiera y la bancarización no les fueron acompañadas en su justa medida, programas agresivos de educación financiera e información.
En un esquema en el que llegaron a existir hasta unas 400 nomenclaturas diferentes para designar comisiones que las entidades financieras cobraban a los usuarios de tarjetas de crédito, sería bastante cínico argumentar que finalmente es el usuario quien debe decidir libre y responsablemente cómo utilizar su tarjeta de crédito.
Desde esta perspectiva, es importante que el Estado asuma su rol regulador y facilitador para lograr dos objetivos deseables: aumentar de manera significativa la inclusión financiera de la población –particularmente la de menores recursos– y evitar que se generen abusos que terminen afectando de vuelta a los usuarios.
Ahora bien, ¿cuál institución del Estado debe asumir este rol regulador y cómo debe darse efectivamente la regulación para seguir protegiendo los dos objetivos mencionados?
En ese sentido, queda claro que esto le compete al Banco Central del Paraguay. Y si bien es cierto que el BCP había iniciado la implementación de ciertas medidas para ir regulando el tema de las comisiones principalmente, ellas no tuvieron la velocidad y profundidad necesarias para avanzar decididamente con la regulación en un mercado en el cual ciertos abusos seguían estando presentes.
Por tal motivo, la intervención del propio Congreso para intentar paliar esta situación, afecta la institucionalidad del órgano regulador por excelencia del mercado financiero.
Pero lo más peligroso es la forma en que se plantea la regulación a partir de la ley, ya que la misma ataca directamente el funcionamiento del mercado de tarjetas de crédito al establecer un precio determinado sin entrar a considerar cómo funciona realmente dicho mercado y todas las variables que entran en juego.
Esto riñe incluso con nuestra Constitución Nacional que establece la prohibición del alza o baja artificial de los precios, protegiendo la libre competencia que efectivamente se da en el sector financiero en general y particularmente en el tema de las tarjetas de crédito.
Esta ley, que en principio resulta atractiva –pues el efecto inmediato es la baja obligada de los intereses en un alto porcentaje– con seguridad implicará una reestructuración del mercado y probablemente la dinámica de progresiva inclusión financiera de más sectores de la población se verá seriamente afectada.
Esto es también un gran llamado de atención para el propio sector financiero privado, que ha tenido muy buenos años realmente, pero que no ha tenido la capacidad de entender la dinámica social que le obligaba a encontrar caminos de autorregulación y mayor responsabilidad en el tema de promover una racional y más profunda educación financiera.
Cuando un amplio sector de la población se empieza a sentir como perdedora, con relación a otro grupo más pequeño de ganadores, el descontento crece rápidamente. Y ese es un escenario propicio para la aparición de medidas que pueden terminar siendo populistas y que finalmente no apuntan a la creación de verdaderos bienes públicos.
Esta situación, que hubiese sido deseable evitar, debe servir de lección tanto para las instituciones reguladoras como para el sector privado, que deben leer mejor las señales y actuar con la lógica pertinente.