Una característica de estos tiempos es que cada tanto surgen situaciones sobre las que convergen todas las miradas y arrecian las opiniones al respecto. Es, entonces, oportuno aprovechar este momento en que el caso de la menor embarazada está en el tapete para analizar por qué se dan hechos de esta naturaleza y sacar conclusiones que se conviertan en normas de conducta.
Si bien en el Paraguay se ha avanzado bastante en cuanto a protección de los niños, todavía resulta insuficiente cuanto se haga para mantenerlos a salvo de la violencia de los mayores, expresada en diversos códigos de comportamiento. La evidencia de que es así se constata en los casos de abusos que van desde la violencia sexual hasta la corporal, a través de castigos inhumanos.
El Ministerio de Salud pública ha dado a conocer una estadística que indica que el año pasado hubo 684 partos de niñas y adolescentes cuyas edades oscilan entre los 10 y los 14 años. El Hospital de Clínicas, en el 2014, prestó atención médica a 14 embarazadas de ese grupo etario. En los cuatro primeros meses de este año, por sus servicios ya pasaron 5 que están dentro de ese rango de edad.
Si bien el informe no habla de la forma en que se dieron los embarazos, es obvio pensar que si se embaraza una criatura de 12 años, esto se da en una situación anormal que debe ser considerada e investigada.
Ante la realidad que en estos días adquiere inusitada dimensión pública, muchos le atribuyen toda la responsabilidad a las instituciones del Estado que no han cumplido su rol de proteger los derechos humanos de niñas y adolescentes. En parte la inacción y la negligencia de las instituciones estatales son reales. Como botón de muestra, baste recordar la dudosa actitud de un fiscal de Luque en relación con la denuncia de abuso del padrastro de la niña hecha por la madre de la menor. El representante del Ministerio Público ordenó entonces un estudio victimológico de la criatura —de orientación sicológica— dejando de lado la inspección ginecológica que correspondía para verificar si hubo o no abuso.
Es, sin embargo, materialmente imposible que el Estado cierre todas las compuertas y haga una vigilancia de todos los casos potencialmente posibles. Aquí es donde entra la responsabilidad social de las personas que viven en la casa, de las que la frecuentan, del vecindario y de las instituciones de enseñanza.
Los expertos en este tipo de situaciones sostienen que una niña abusada sexualmente cambiará radicalmente de comportamiento. De ello pueden darse cuenta las madres que no son cómplices de su pareja, los vecinos, los parientes cercanos y las maestras de las escuelas. Las niñas se vuelven retraídas, dejan de comunicarse con los demás, son irritables, actúan con temor y tienen pesadillas frecuentes. Cambian de actitud de la noche a la mañana.
Ante estas situaciones anormales, la mayoría calla. Aunque se dan cuenta de la transformación, guardan un cómodo y descomprometido silencio. Así, la víctima sigue padeciendo de agresiones que en algunos casos llegan al extremo del embarazo.
Para que haya menos casos de niñas embarazadas a destiempo y violentadas, es necesario que toda la sociedad se vuelva vigilante y defienda a quienes no están en condiciones de autoprotegerse. Solo de ese modo irá decreciendo la cantidad de abusos que interpela severamente a toda la sociedad.