No es sorprendente –aunque sí condenable– que los abogados que defienden a políticos acusados de corrupción abusen del derecho echando mano a todo tipo de chicanas para dilatar los procesos judiciales que se siguen contra sus defendidos. Lo que levanta sospecha y causa justa indignación es que los jueces que tienen bajo su jurisdicción los legajos respectivos no adopten las medidas necesarias para evitar que las causas sigan su curso y la justicia sea finalmente hecha, sobre todo en aquellos casos en que está en juego la integridad del patrimonio que pertenece al conjunto del pueblo paraguayo. Y esto vale tanto para simples magistrados como para los integrantes del máximo tribunal de la República: la Corte Suprema de Justicia.
En este sentido, no deja de ser llamativo, y también causa de legítima suspicacia por parte de la opinión pública, que los casos seguidos en el ámbito jurisdiccional contra personeros tanto del oficialismo como de la oposición lleven un ritmo tan poco acorde con los tiempos que una verdadera Justicia ha de tomar.
Algunos ejemplos emblemáticos los constituyen las causas del diputado José María Ibáñez, estancada desde hace dos años; del senador Víctor Bogado por la denominada “Niñera de oro”, y del diputado Óscar Núñez. En el flanco liberal se destacan igualmente los dosieres del senador Enzo Cardozo, el ex ministro de Obras Públicas Salyn Buzarquis, el ministro del Tribunal Superior de Justicia Electoral Alberto Ramírez Zambonini y su asesor in péctore Manuel Radice; así como ex funcionarios de la administración de Fernando Lugo: el entonces titular de la Senavitat Gerardo Rolón Pose, y el de la Secretaría de Emergencia Nacional Camilo Soares.
En la práctica, esto supone que la “independencia” del Poder Judicial que es formalmente consagrada por el artículo 248 de la Constitución Nacional no constituya más que una mera enunciación retórica, sin prácticamente sustento alguno en la realidad. Basta que alguien se encuentre encumbrado en una posición política de privilegio o tenga los contactos con el poder de turno que sean del caso, para que la balanza de la Justicia se incline hacia el lado de la lentitud, lo cual, en los casos que nos ocupan, pueden entenderse como impunidad y complicidad con la corrupción.
Con una Justicia de esta laya, es muy difícil que el Paraguay avance no solamente en la construcción de un verdadero “Estado Social de Derecho” declarado por la Ley Fundamental de la Nación, sino también en la conformación de una seguridad jurídica que permita atraer la inversión extranjera que el Gobierno tanto declara estar comprometido en promover.
Mientras los corruptos o los sospechados de corrupción continúen contando a su favor con la complicidad de la magistratura, será casi imposible –por no decir un sueño– dejar de seguir ocupando el afrentoso podio de los países más corruptos de las Américas, en el que desde hace ya demasiado tiempo el Paraguay se encuentra debido, entre otras causas, a la vinculación de un Poder Judicial ilegalmente dominado desde los más elevados ámbitos del poder político.