Por Adrián Cattivelli
En Twitter: @adricati
Cuando en 2013 el entonces analista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés) Edward Snowden dio a conocer la magnitud del espionaje que Estados Unidos efectuaba a líderes del mundo entero, una airada Dilma Rousseff, por entonces en su primer mandato presidencial al frente del Brasil, decidió suspender la visita oficial que tenía prevista realizar a la Casa Blanca el 23 de octubre de ese mismo año. Esa era su manera de protestar –enérgicamente, se dijo– por la indebida intervención de sus llamadas telefónicas y correos electrónicos por parte de los servicios de inteligencia estadounidenses.
“Las prácticas ilegales de interceptación de las comunicaciones y datos de ciudadanos, empresas y miembros del Gobierno brasileño constituyen un hecho grave, que atenta contra la soberanía nacional y los derechos individuales, y es incompatible con la convivencia democrática entre países amigos”, afirmó un severísimo comunicado emitido por Planalto. El documento agregaba que “en ausencia de una investigación de lo ocurrido, con las correspondientes explicaciones y compromiso de cesar la interceptación, no están dadas las condiciones para la realización de la visita”.
Esta semana, gracias al libro Una oveja negra al poder, en el que los periodistas uruguayos Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz recogen testimonios del ex presidente José Mujica sobre sus experiencias del quinquenio durante el cual le cupo ejercer la primera magistratura de su país, vinimos a tomar conocimiento de que, por esa época, casi al mismo tiempo que Dilma era espiada por los servicios secretos estadounidenses, ella hacía otro tanto con las autoridades paraguayas de entonces, aunque de la mano de espías cubanos y venezolanos.
Según la publicación, la inteligencia de Cuba y Venezuela proveyó a la mandataria brasileña de “fotos, grabaciones y relatorios” acerca de la actividad que políticos paraguayos desempeñaban en nuestro país, en el marco de la crisis que se vivió a mediados de 2012, la cual concluyó, como es de público conocimiento, con la destitución del entonces presidente Fernando Lugo.
Más allá de los “remordimientos” que Mujica dice cobijar por complotarse con las presidentas Rousseff y Fernández de Kirchner para echar temporalmente al Paraguay del Mercosur en la tristemente célebre Cumbre que el bloque celebró en Mendoza el 29 de junio de 2012, la lectura que tiende a consolidarse guarda relación con dos aspectos bien distintos.
Primero, se confirma que el supuesto “celo” brasileño-argentino por la preservación del orden democrático paraguayo no era más que una excusa, la cara visible de una operación encubierta destinada a meter por la ventana del Mercosur a la Venezuela de Hugo Chávez.
Pero segundo, y he aquí lo más relevante, es que Dilma sería una gobernante sumamente incoherente e inescrupulosa, ya que condenaba a los Estados Unidos por hacer exactamente lo mismo que ella realizaba en perjuicio del Paraguay: espiar a su dirigencia.
Si nos atenemos a la gravedad de los hechos –que además involucraron a servicios secretos de terceros países– estamos no solamente en condiciones, sino en la obligación moral de exigir cuentas a la presidenta brasileña, tan justificadamente ofuscada ella cuando la NSA le leía los correos electrónicos; algo que condenó por “atentar contra la soberanía nacional y los derechos individuales”, amén de ser “incompatible con la convivencia democrática entre países amigos”.
Más allá del debate sobre si la salida del poder de Fernando Lugo fue legítima o no, la soberanía del Paraguay ha sido violentada por la presidenta del vecino país. Y eso merece una explicación. Esperemos que nuestro contemporizador canciller sepa estar a la altura de las circunstancias y haga respetar al pueblo que le paga el sueldo para que lo represente con eficiencia y dignidad.