Desde lo que se considera como el origen de lo que hasta hoy reconocemos como filosofía, la antigua Grecia, Aristóteles fue el que más defensas a la labor filosófica ha esgrimido. Decía el estagirita que cuando se ataca a la filosofía y se pide al atacante que esgrima sus argumentos, este ya entra irremediablemente en terreno filosófico; es decir, para demostrar que la filosofía no tiene razón de ser se debe filosofar. Aristóteles es también responsable de aquella idea que dice que las distintas ciencias lo que hacen es repartirse un área de la realidad, es decir que al tener un objeto determinado algunas serán más útiles que otras, pero la filosofía es la más inútil porque no tiene objeto particular alguno, pero sin embargo es la más importante de todas porque a su cargo explicar la realidad toda, algo que no puede hacerlo ninguna de las ciencias particulares.
Ambas posturas aristotélicas son hoy día posiblemente discutibles a la luz de la evolución actual de las distintas corrientes filosóficas, pero en lo que concierne a la relación de la filosofía y las ciencias creemos que aún tiene validez. El mismo Mario Bunge admite que la única manera de superar la especialización en la que caen indefectiblemente las ciencias es una buena dosis de filosofía.
Todo esto viene a cuento a partir de las afirmaciones que mi amigo y colega José Manuel Silvero esgrimiera en su artículo “La utilidad de lo inútil”, aparecido el lunes pasado en ABC Color. Toda esta discusión se da en el ámbito de un aspecto de la política científica liderada por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), acerca del distinto tratamiento que tienen las ciencias humanas (donde se le ubica a la filosofía y la historia), las ciencias sociales y las ciencias naturales y exactas. El hecho de que varios filósofos de formación estemos categorizados en el programa de incentivos a investigadores PRONII, ya es una señal de voluntad de cambio dentro de la estructura del CONACYT. Lo mismo puede decirse con respecto a los proyectos adjudicados para las ciencias humanas y sociales en PROCIENCIA.
El reclamo de los que estamos en las humanidades y ciencias sociales es que el parámetro con que juzgan nuestra producción investigativa es en buena parte similar o extrapolado de las ciencias naturales y exactas, lo que es injusto e improcedente. Sin embargo, como dice Silvero, es muy difícil pelear contra el estatus epistemológico y social que han ganado dichas ciencias, además de que la realidad nacional pide a gritos el incentivo de ellas porque parece ser la solución de nuestros problemas se encuentra ahí. Sin embargo, creer que fortalecer ciertas ciencias en desmedro de otras ayudará al desarrollo nacional es un craso error, pues la discusión de nuestras metas como sociedad, de nuestra identidad comunitaria, de lo que queremos ser y de lo que debemos hacer para lograrlo, no puede ser pensado sin una consolidada comunidad científica en humanidades y ciencias sociales.
Tienen razón aquellos que dicen que los países que más se desarrollan son aquellos que priorizan la ciencia y la tecnología, pero no ven que dentro del término “ciencia” está incluida una importante masa de investigadores en humanidades y ciencias sociales. No existe país exitoso en políticas científicas que solo priorice a sus físicos, químicos, biólogos e ingenieros, sino también a sus sociólogos, antropólogos, historiadores, economistas y filósofos. Todos estiran el carro, dentro de un ámbito de discusión y consenso democrático.
Los que estamos en las humanidades y ciencias sociales celebramos la apertura de miras del CONACYT y queremos que nos vean como aliados y no como residuos que deben ser compensados con alguna alícuota. Queremos que sepan que pueden contar con nosotros para delinear y discutir sus políticas, no para boicotearlas o malgastarlas. Si alguna vez quieren instarla una mesa multisectorial y interdisciplinaria, pueden estar seguros que estaremos ahí para aportar con crítica constructiva e ideas innovadoras.