Una reportera húngara fue filmada cuando agredía a refugiados mientras hacía una nota sobre ellos. Son cientos de miles en una marea humana sin precedentes que se desplazan sin rumbo fijo por Europa y el resto del mundo. Antes, un niño sirio que escapaba de la guerra llamó la atención porque fue a morir a playas de Turquía, desenlace trágico que también afectó a su madre y a su hermanito, y a cientos de compatriotas que arriesgan todo con tal de cruzar el mar y ponerse a salvo. También hay varios occidentales atrapados en el conflicto no solo sirio, sino también afgano, iraquí, paquistaní y centroafricano de intolerancia antioccidental. Definitivamente, habrá que redefinir aquellas fronteras que nos hacían percibir el Oriente como lejano o medianamente lejano. Nos estamos acercando y no falta el drama en esta historia. Lo cercano para todos hoy es la sensación de inseguridad ante esa calamidad llamada guerra que amenaza al mundo entero. Ni siquiera las fronteras entre culpables e inocentes es fácil de definir porque incluso los fanáticos que aterrorizan ciertas zonas del mundo resultan ser también instrumentos de poder, pues detrás hay gente “cosmopolita”, de traje y corbata, que vende, compra, abarata costos y aumenta ganancias de sus negocios mediante la guerra, sin ser vistos ni interpelados en las redes.
¿Qué está pasando? Si nos dicen desde hace mucho que podemos construir una cultura de paz, con tal de diluir un poco nuestros ideales o nuestro pensamiento “fuerte” en pos de una tolerancia universal que para muchos incluye la idea de dejar de distinguir para no discriminar. Pero es justamente lo que hacen, por ejemplo, los yihadistas hoy, para quienes todos estamos en la misma bolsa. Se ha extendido, ampliado y profundizado este método de derribar barreras culturales para conseguir el ansiado objetivo de la armonía por sobre las diferencias. Pero cuando no se puede distinguir ni respetar, tampoco se puede vivir en paz. He ahí el fracaso. El problema surge cuando los actos genuinos de justicia o la libertad personal y cultural se ven reducidos, pisoteados o ignorados con la excusa de esta anestesiada paz de escritorio. Provoca así más violencia porque no es verdadera. Y no hay violencia más cruel que la mentira.
No bastan las conferencias ni los compromisos políticos en la consecución de la paz, si no está involucrada la persona en su integridad y esta integridad no puede censurar ningún factor de la realidad, tampoco la necesidad de manifestar pública y respetuosamente nuestras diferencias. La persona está hoy en pleno proceso de fragmentación, lo cual no le permite percibir la realidad de forma sencilla y veraz. Entonces resulta ser que no solo están heridos los que huyen de las guerras, sino también sus anfitriones.
¿Cómo terminará esta historia? No lo sabemos aún. Lo que sí podemos asegurar es que no nos vendría mal un replanteamiento serio sobre la persona, la libertad, el destino y la capacidad de comenzar todo de nuevo. De lo contrario, por ahora balconeamos, pero mañana derribarán la muralla de nuestra cómoda e inexpugnable ciudad.