Cifras dadas a conocer recientemente por el Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social (MSP) revelan que el Paraguay tiene 16 médicos por cada 10.000 habitantes. El dato pone de manifiesto la insuficiencia de los profesionales de la salud, sobre todo si se lo contrasta con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), según las cuales el estándar aceptable es de 25 profesionales por cada 10.000 personas.
A esta limitación, de por sí bastante preocupante, debe sumarse la desigual distribución de los médicos, mayormente concentrados en las regiones urbanas del país. A causa de esa deficiente organización, día a día se puede observar una masiva ocupación de los nosocomios públicos que se encuentran en la capital del país o en el área metropolitana, al punto de que varios de ellos se encuentran al borde del colapso o con graves dificultades de carácter presupuestario para cumplir con la misión que les es propia.
El artículo 68 de la Constitución Nacional prescribe que: “El Estado protegerá y promoverá la salud como derecho fundamental de la persona y en interés de la comunidad. Nadie será privado de asistencia pública para prevenir o tratar enfermedades, pestes o plagas, y de socorro en los casos de catástrofes o accidentes”.
En la situación actual de falta de médicos y excesiva concentración de los profesionales en las áreas urbanas, es evidente que el Estado no cuenta con los instrumentos necesarios para cumplir acabadamente con las obligaciones que la propia Ley Fundamental de la República le asigna.
Puesto que el artículo 69 de la Carta Magna también estipula que “se promoverá un sistema nacional de salud que ejecute acciones sanitarias integradas, con políticas que posibiliten la concertación, la coordinación y la complementación de programas y recursos del sector público y privado”, es menester que el Gobierno nacional adopte las medidas que sean necesarias para lograr incrementar, en un lapso prudencial, la cantidad de profesionales que se dedican a atender la salud de los habitantes del país.
Podría, por ejemplo, establecerse un régimen de estímulos para despertar el interés de los nuevos bachilleres en las carreras relacionadas con las ciencias médicas. Desde luego, esto de ninguna manera debe implicar que el Estado debilite o socave los estándares de calidad del currículum actualmente vigente, ni que proceda a una masiva habilitación de facultades de medicina en universidades privadas que no cuentan con los requisitos indispensables para formar a los futuros médicos.
La puntillosa y esmerada capacitación de nuevos profesionales, unida a un sano reordenamiento y distribución de los recursos humanos existentes, permitirán que el derecho que todos los ciudadanos tienen a la salud sea una realidad que supere, definitivamente, la mera enunciación constitucional.