Hubo una época en el Paraguay en que el movimiento sindical gozaba de respeto. Los sindicalistas eran interlocutores de peso.
En los primeros años de democracia del país, existían escuelas de formación sindical en las dos principales centrales de trabajadores (CNT y CUT). Se formaba a los dirigentes y también se realizaban estudios y análisis de la situación económica y social del país.
Los líderes sindicales manejaban con solvencia los índices económicos y las leyes. Con firmes argumentos, hacían el contrapeso al argumento oficial. Había dignidad.
Luego, por diversas razones, pero principalmente por involucrarse en hechos de corrupción, tentados por el poder político y económico, algunos referentes del sindicalismo nacional fueron a parar a la cárcel, y de este estigma hasta la fecha el movimiento de los trabajadores organizados no logra sacudirse.
En los últimos años hubo un progresivo debilitamiento del sindicalismo en general, pese a aumentar el número de centrales sindicales y crearse permanentemente nuevos sindicatos, incluso en una misma institución o empresa.
Sin embargo, los que mantienen un fuerte poder, basado sobre todo en un entramado de complicidades y negocios bajo la mesa, son los sindicatos de funcionarios del Estado. Sus dirigentes se mueven como punteros de partidos políticos, consiguen empleos para sus allegados y para los miembros de la directiva, la mayoría de las veces, a cambio de mantener “quietas las aguas” y hacer la vista gorda. Conocen con lujo de detalles hasta cada licitación y todos los entresijos de la corrupción que admiten o denuncian, según el beneficio que puedan conseguir.
Así lograron los famosos pagos adicionales por presentismo, triple aguinaldo, viático para vacaciones, plus por títulos académicos, etc. Hasta cupos de nombramientos. Todo a cambio de mantener el statu quo en el que todos ganan algo.
Ayer veíamos las patéticas imágenes de grupos de funcionarios del Senado sindicalizados que a gritos trataban de impedir que la nueva directora de Recursos Humanos ingresase a la oficina. En el fondo, la oposición no era hacia ella, sino a favor de mantener al anterior director, que ha sido funcional al sistema que ha permitido nombrar a las “queridas” de los senadores y a otros “recomendados” de estos, sin mérito alguno, y hasta a apañar la existencia de los planilleros.
La nueva directora viene con ganas de cambiar muchas cosas, al parecer. Entre otras, incorporar el sistema de control de acceso biométrico de la asistencia.
Si los sindicatos fueran fieles a su propia esencia, no se darían situaciones patéticas como estas. Si hubiera algo de dignidad y honorabilidad, los trabajadores del Senado deberían estar alentando cualquier intento de transparencia, tanto en los concursos de oposición como en las remuneraciones.