La Secretaría de la Función Pública (SFP), con un proyecto de ley que presentará al Parlamento en marzo venidero, quiere reformar el Estado obsoleto, sobredimensionado y, para colmo, ausente en lugares estratégicos del país. Su propósito es instaurar un proceso de transformación gradual en el que los asalariados del sector público se transformen en servidores de la ciudadanía y se traben los mecanismos que favorecen la corrupción.
Para ello, una de sus prioridades es modificar el instrumento legal que rige la vida del empleado público, la Ley 1626, sancionada en el 2000, superando algunas de sus graves limitaciones.
Los escándalos vinculados al despilfarro del dinero de los ciudadanos en salarios para parientes, amigos y correligionarios de los corruptos que ejercen el poder, sin mostrar aún la totalidad de los desbordes, dejaron la evidencia de que entre políticos y funcionarios al frente de algunas instituciones hay una larga complicidad que desangra las arcas estatales y perjudica al país.
Los que ganan elevados salarios sin acudir a sus puestos de trabajo, se pasean por los corredores sin que tengan tareas que realizar, que tan solo marcan sus horarios de supuestas entradas y salidas, cobran horas extras aun en vacaciones y carecen de preparación, así como el pago desde planillas oficiales a trabajadores que cumplen labores en la casa de los poderosos, muestran solo el rostro de algunas irregularidades diarias.
Estos vicios no son exclusividad del Congreso, la UNA, la Contraloría o el TSJE. En mayor o menor medida, en las demás instituciones públicas se dan casos parecidos, ya que el desorden no es aislado, sino de carácter estructural.
La Secretaría de la Función Pública (SFT), tal como está concebida hoy, carece de la fuerza legal para ser gravitante en el cambio del actual estado de cosas. Por eso, la modificación de la ley que establece los alcances de sus atribuciones no solo es imprescindible, sino impostergable.
Una de las debilidades a superar es que la STF constituye más bien una instancia simbólica, ya que solo sugiere a los entes públicos modos de actuar, sin potestad alguna para exigirlos. Algunas instituciones han apelado al recurso de la inconstitucionalidad para estar fuera de la jurisdicción de ese organismo que carece de real fuerza para intervenir con eficacia y evitar la vigencia de irregularidades.
La carrera del servicio civil, en el que los ingresos y ascensos se den por la capacidad y no por el padrinazgo, la equidad salarial, la capacitación permanente, la forma de erradicar el planillerismo y los privilegios y el tráfico de influencia son aspectos que deben contemplar las nuevas normas.
Aun cuando se logre una ley excelente en el papel, no hay que olvidar que su cumplimiento –en última instancia– depende de la voluntad política. No es posible cambiar la actual cultura del funcionariado si no ocurre lo mismo con los políticos. De casi nada valdrá alcanzar lo primero si lo segundo sigue siendo la gangrena del Estado paraguayo.