Antes de la era de internet, nuestras conversaciones solamente duraban el tiempo que permanecían en la memoria de nuestros interlocutores. Cuando nos equivocábamos en nuestras expresiones, bastaba volver a conversar y así podíamos ajustar el mensaje y resolver un malentendido. La presión competitiva era menor, disponíamos de más tiempo para escucharnos con más detalles. La comunicación era uno a uno, y se percibían las emociones y las dudas de quien nos hablaba, la información compartida era más completa en cada interacción humana.
Hoy, en la era de la interconexión global, la comunicación predominante es la escrita, en cortos mensajes, tipeados a las apuradas, con menos cuidado a quien nos dirigimos. Para quien comunica, le queda menos tiempo para pensar en lo que escribe, y para quien escucha le queda menos tiempo para entender lo que le quisieron decir. Entonces, se generan desde pequeñas confusiones hasta mayores conflictos. De hablar pasamos a escribir, y de escuchar activamente pasamos a mirar de reojo las pantallas digitales que nos rodean mientras simultáneamente hacemos otra cosa. En promedio, terminamos mandándonos más claves lingüísticas, pero nos golpeamos más entre nosotros. Leemos y criticamos instantáneamente, pensamos menos en cómo responder apropiadamente. Ya no tenemos tiempo de administrar nuestras emociones. Estemos atentos a estos roces que nos genera la impaciencia de la falta de tiempo.
Los aparatos modernos agregan algo muy peligroso para las relaciones humanas, la memoria digital eterna. Nunca antes se dio que todo lo que comunicamos queda guardado y públicamente accesible para siempre. Actualmente, casi todos los que tienen celulares con el sistema operativo Android tienen activado el programa de grabación de conversaciones telefónicas, sin que el que llame lo sepa. Los sistemas de back-up de los teléfonos inteligentes permiten guardar ilimitadamente todo lo que se haya escrito o dicho. Se perdió la oportunidad de reparar, volver a explicar. La equivocación de una persona o una acusación infundada a otro, quedará en la memoria de la web como si todo fuese verdad, como un bullying escrito en piedra, y Google nunca te lo perdonará.
Seamos conscientes de esta peligrosa dinámica que lo digital imprimió en lo humano, porque nuestras comunicaciones son nuestras relaciones. En los temas que importan, hablemos solo “personalmente”, cara a cara. Lo auténtico es admitir que no podemos saber todo lo que necesitamos para entenderle al otro. El lenguaje es imperfecto, el “significado” de las palabras es el “contexto” en que se dicen. El verdadero poder está en lograr fielmente lo que comunicamos. Por consiguiente, reunámonos más para tocar temas difíciles, porque solo con el tradicional método de la reunión es posible evitar el malentendimiento recíproco. Las reuniones nos llevan tiempo, pero más tiempo nos consumen los conflictos y distanciamientos. En la presencia del otro podemos reconsiderar, corregir y reflexionar entre dos. Además, la memoria humana solo guardará el feliz resultado olvidando el engorroso proceso.
En un negocio podemos documentarnos con contratos, pero nunca quedará todo claro. Un contrato no crea un “espíritu societario”. La confianza se construye con el contacto humano, donde se permite la equivocación, y se decide enmendar el error. Todos los negocios pasan por momentos que no estaban previstos en el contrato. Por eso la comunicación personalizada debe de ser el “contexto” del contrato y debe de estar “por encima” de lo escrito en cualquier medio. Nuestras palabras tienen fuerza, pero más fuerza tiene nuestra presencia.
Durante millones de años nos hemos comunicado personalmente entre nosotros, guardando en nuestra memoria lo que nos hacía bien. Acentuemos esa humana práctica de la misma forma que nos hablamos a nosotros mismos.