Nunca vino al Paraguay un mandatario de los Estados Unidos. No al menos en el ejercicio de sus funciones. Sí estuvo de paseo por aquí el vigésimo sexto presidente de aquella nación, Theodore Roosevelt, en el curso de una expedición que lo llevó a visitar parte de América del Sur en 1913, y cuyas memorias dejó estampadas en un libro al que llamó Por la jungla del Brasil, aparecido en 1914.
En su segundo capítulo, el ex mandatario narraba su experiencia en Paraguay. Comentaba que el entonces presidente, Eduardo Schaerer, había tenido el gesto de cederle su embarcación oficial para desplazarse aguas arriba del río Paraguay, haciendo un detenido recuento de las maravillas que observaba a uno y otro margen del curso fluvial.
Tuvo también palabras elogiosas hacia el pueblo paraguayo, destacando su naturaleza benévola y los buenos frutos rendidos merced al mestizaje entre “blancos e indios”.
“En poco tiempo, habrá un gran desarrollo para el Paraguay, tan pronto como pueda sacudirse de encima sus hábitos revolucionarios y establecer un régimen permanente de gobierno”, concluía el ilustre visitante.
Y así es. A un siglo de aquellas reflexiones, los paraguayos seguimos aún sin poder eludir esos “hábitos revolucionarios” que, al parecer, marcan el ADN de nuestro genoma nacional.
Así como en la primera era colorada estuvieron enfrentados a muerte caballeristas y egusquicistas; cívicos y radicales durante el periodo liberal; guiones rojos y chavistas; stronistas y mopoquistas; tradicionalistas y militantes; wasmosistas y argañistas u oviedistas, ahora les toca el turno a los cartistas protagonizar la encarnizada disputa interna con los g-quincistas, o a la inversa, dependiendo del lugar que cada uno ocupe en esta nueva trinchera colorada.
Lo triste del caso es que esas luchas intestinas mucho le costaron al Paraguay. De hecho, son responsables, en buena medida, del atraso relativo en el que nos encontramos de cara, incluso, a nuestros principales vecinos de la región.
Desafortunadamente, el bien común ha sido desplazado, una vez más, por los intereses sectarios de un grupo de dirigentes para quienes la prosperidad no significa más que la capacidad que tengan de imponerse a sus rivales en las lides partidarias.
Es como si el tiempo se hubiera detenido y la clase política que percibió el presidente norteamericano, egoísta y grotesca, resucitara constantemente en un ciclo antropofágico destinado a consolidar cacicazgos, y mantener a las mayorías en el mismo atraso de cuando Roosevelt hizo su célebre tour por esta parte de la “jungla”.