La corrupción –gangrena de los pueblos, como aquí mismo la definió el papa Francisco durante su histórica visita al Paraguay en julio pasado– es inaceptable en cualquier país del mundo. Pero, además, en una nación tan visiblemente afectada por la pobreza y la pobreza extrema como la nuestra, se trata de un delito que clama al cielo, porque supone el desvío de recursos que deberían ser orientados al alivio de las carencias que padecen los más vulnerables.
Para acabar de una vez por todas con el flagelo de la venalidad, la malversación de los fondos públicos y el enriquecimiento ilícito de los empleados del Estado, es necesaria una acción rápida, eficaz y contundente del Poder Judicial.
De allí que corresponda elogiar la determinación del juez de Garantías Humberto Otazú, quien la semana pasada admitió la segunda imputación contra Francisco Alvarenga, ex comandante de la Policía Nacional, por los supuestos delitos de enriquecimiento ilícito y lavado de dinero. La anterior acusación que afecta al ex jerarca guarda relación con el desvío de combustibles de la institución policial durante su polémica gestión.
La impunidad, que es la hidra de siete cabezas de la que se nutre incesantemente la corrupción, solo acabará en el Paraguay cuando la Justicia se ponga los pantalones y a los jueces no les tiemble el pulso para dictar sentencias ejemplarizantes; fallos valientes que hagan pensar dos veces a los funcionarios que sean tentados con cualquier forma de robo a las arcas del Estado.
Desde luego, para que esta realidad se imponga es absolutamente perentorio que primeramente se convierta en realidad el enunciado constitucional que garantiza la “independencia” del Poder Judicial, ya que en el sistema presente basta el telefonazo de un alto jerarca del Estado para que los dictados de la Justicia sean torcidos de manera a beneficiar alevosamente a los protegidos del poder político de turno.
Es responsabilidad de la Justicia, en la medida en que este crucial Poder del Estado pretenda recuperar su credibilidad ante la ciudadanía, extenuar los recursos para condenar a quienes, valiéndose de sus cargos o sus influencias, desvían los fondos públicos hacia sus cuentas personales y familiares en desmedro del erario y, por ende, de los menos favorecidos de la sociedad.
Es necesario que la Justicia aclare hasta la última duda relacionada con el probable enriquecimiento ilícito de aquellos empleados públicos que son denunciados por los medios de comunicación o investigados por la Fiscalía General del Estado, incluidos, desde luego, aquellos parlamentarios y otros altos jerarcas que, en razón de sus atribuciones, cuentan muchas veces con el poder necesario para intentar evadir la purificadora acción de la Justicia. Solo así se podrá aspirar a contar con una administración pública honrada, eficiente y al verdadero servicio de los ciudadanos.