Ni título de grado, menos aún de máster o doctorado. Ni investigador o especialista en una materia, ¡ni qué ocho cuartos! En Paraguay no se precisa de títulos académicos, una comprobada trayectoria profesional e indiscutible ética para ejercer la tarea de asesor/a.
Esta es la “top” de las actividades en el ámbito de la función pública. Pero no por prestigiosa, sino por el dinero estatal que se canaliza a través de ella, y por el salto económico que representa para quienes tienen el privilegio de figurar como asesor o asesora en la nómina de funcionarios.
El gran premio es conseguir este puesto en alguna institución pública y cerca de los que cortan la torta en el lugar.
Para acceder a él, en algunos casos funciona la amistad o la condición de correligionario o de eficiente operador político.
En el caso de las mujeres pesan otros factores, principalmente, cuán esculpido tenga el físico y, por supuesto, la predisposición para convertirse en la querida del mandamás de turno, con todo lo que esto implica en términos de reputación y dignidad.
Estamos siguiendo a través de la prensa los casos que demuestran que, como parte de la corrupción pública, absurdamente todos los responsables de dirigir alguna institución pública se rodean de asesores y asesoras.
Desde directores a ministros; desde consejeros a presidentes de entes, precisan de costosos asesores, como si estuvieran en una dura competencia en que tienen que probar el más alto rendimiento al frente de la entidad. Como si todos tuvieran por meta la excelencia.
Los hechos demuestran que este no es el caso en el país.
Si fuera ese el objetivo, contratarían a verdaderos asesores, y no estarían utilizando el presupuesto para disfrazar la práctica del clientelismo político, del nepotismo y otros, rodeándose de seudos asesores y, sobre todo, las incondicionales y costosísimas asesoras, que ni siquiera tienen que cumplir horario ni justificar nada ante la institución. Solo precisan estar disponibles y acicaladas para acompañar al “padrino” o poderoso benefactor.
Si la finalidad de cada autoridad pública fuera alcanzar la más óptima de las gestiones, bastaría con seleccionar dentro de la misma institución que le toca dirigir a los más preparados para ser sus asesores.
De este modo, además de optimizar los recursos económicos y humanos, fomentarían la meritocracia, y ayudarían a ahorrar dinero.
Por obra de los corruptos, desafortunadamente también la asesoría se desvirtuó en el Paraguay. Hoy, quienes pueden aconsejar, orientar, trazar líneas de trabajo para tornar eficientes y eficaces a las instituciones del Estado están marginados y los rubros que podrían destinarse a contratarlos, se utilizan con otros fines, bajo el rótulo de asesor/a.
Ahora cualquiera aparece como asesor/a y gana tres veces más que un renombrado y honesto médico, ingeniero economista o avezado community manager.
El cáncer de la corrupción en Paraguay pudrió también la fantástica tarea de asesorar.