De vez en cuando es bueno salir de la aldea. Respirar un aire distinto. Mirar, sentir y, sobre todo, aprender. Eso es lo bueno de viajar. Y si ese viaje te permite conocer un lugar tan distante como Corea, mejor.
Las asimetrías culturales entre nuestro país y Corea no son, en particular para quien perpetra estas líneas, tan chocantes, gracias a la globalización cultural y a una crianza en el barrio Ciudad Nueva de Asunción.
De todos modos, hay cosas que sorprenden. Fundamentalmente, cómo un país que hace 65 años vivía una terrible guerra fratricida con sus vecinos comunistas y, antes, una dura dominación japonesa, se ha transformado hoy en una impresionante nación del Primer Mundo.
Atrás quedan los humildes vendedores de ropa que en la década de los ochenta recorrían nuestras ciudades ofreciendo sus prendas a cuotas (con las consabidas desapariciones misteriosas de clientes impagos), con el fin de reunir dinero para emigrar a los EEUU. Aunque también hay historias de talleres que explotaban a compatriotas.
Más allá de este último punto, queda como un ejemplo la vocación de trabajo. Hay también razones geográficas y políticas que hicieron posible semejante crecimiento. Tener puertos de aguas profundas y el apoyo en todos los sentidos de los EEUU, explican muchos objetivos logrados.
Eso no explica, sin embargo, el alto nivel de su educación y su expansión cultural a nivel mundial.
Al conocer —aunque sea brevemente— sus ciudades, se percibe un tremendo respeto hacia el otro. Se ve en cosas nimias como el tráfico. Hay orden, respeto y, fundamentalmente, educación. Uno anda en función del otro y no como acá en que cada uno se cree un emperador feudal.
En un rápido recuento escuché tres bocinazos y vi un bache en tres ciudades distintas durante una semana de estadía. La basura en la calle, inexistente, y no es que había muchos basureros.
Por supuesto que hay fisuras. Como demuestra el hundimiento del ferry Slow, que dejó centenares de muertos. Este episodio, en que se mezcla la corrupción y la negligencia, es una herida abierta.
En las 27 horas de vuelo de regreso, pude preguntarme por qué hay tantas diferencias entre ambos países. Cuando llegué al aeropuerto y vi a Zuny Castiñeira siendo adulada a viva voz por maleteros, policías y personal migratorio en una zona restringida de la terminal (no era pasajera), en donde personalmente agilizaba los trámites migratorios de, al parecer, unos amigos extranjeros como si se tratase de una gran autoridad, me dejé de hacer preguntas y entendí nuestro atraso.