Se roban 252 kilos de cocaína (aunque algunos, como el presidente del Congreso, aseguran que en realidad eran 400) de la Jefatura Policial de Amambay y nadie sabe dónde está la “mercancía”. Se asaltan 15 cajeros automáticos en poco más de un año sin resultados favorables por parte de las correspondientes investigaciones. Se cumplen 200 días del secuestro de Edelio Morínigo sin noticias del suboficial retenido por el EPP. Rotan los jefes policiales y nunca se resuelve el tema de fondo.
Uno no quiere sonar alarmista ni pecar de pesimista, pero esto es lo más parecido a un Estado absolutamente fallido en materia de seguridad e institucionalidad. No hay manera de presentar al Paraguay como un país serio con tanta corruptela generalizada. La política tradicional paraguaya ha infectado de tal manera nuestro cuerpo social que este supura pus por donde se lo toque. La podredumbre parece imposible de detener y la gangrena nos devora de una manera que ya parece una hemorragia imposible de detener. La desesperanza nos inmoviliza.
Concejales liberales y colorados presos en el caso Amambay, sospechados de narcotráfico. Intendentes son desvinculados aceleradamente de causas vinculadas con la comisión de graves delitos y hasta pueden ordenar represalias, como en el caso de Pablo Medina y Antonia Almada. Ni siquiera las tímidas iniciativas de un mayor control del financiamiento de las campañas políticas generan esperanzas ciertas de un cambio repentino de quienes ostentan el poder hace tanto tiempo.
Entre tanto, los grandes caciques sectoriales de los partidos tradicionales, todos con un discurso moralista que ya nadie cree, ni siquiera se sonrojan por la flagrante vinculación de sus referentes principales con gravísimos hechos delictivos. El cinismo es tal que estos hechos no ameritan sanción alguna con argumentos tales como “todo el mundo es inocente hasta que se compruebe lo contrario” o “no podemos juzgarnos entre pares”, que son válidos en un estado normal de cosas, pero no en una situación tan enrevesada como la nuestra, en la que el poder duro y puro de la vieja política hace e impone lo que se le antoja.
Quizá estemos asistiendo al fin de una era en la que después de la quiebra definitiva de este modelo, veamos nacer la nueva sociedad más justa y menos corrupta que tanto anhelamos. Sin embargo, para que ello ocurra hará falta mucha ciudadanía, algo que los corruptos de siempre creen, con suficiente razón, que todavía podrán evitar durante muchos años con el argumento contundente y demoledor del dinero.
Poderoso caballero.