Jesús pide a sus discípulos, a todos, un desasimiento habitual: la costumbre firme de estar por encima de las cosas que necesariamente hemos de usar, sin que nos sintamos atados por ellas. Para quienes hemos sido llamados a permanecer en medio del mundo, mantener el corazón desprendido de los bienes materiales requiere una atención constante, sobre todo en un momento en que el deseo de poseer y de gustar de todo lo que apetece a los sentidos se muestra como un afán desmedido y, para muchos –da esa impresión–, el fin principal de la vida.
No podemos dejar de contemplar a Cristo, que no tenía dónde reclinar la cabeza..., porque si queremos seguirle hemos de imitarle. Aunque debamos utilizar medios materiales para cumplir nuestra misión en el mundo, nuestro corazón ha de estar como el del Señor libre de ataduras.
La verdadera pobreza cristiana es incompatible, no solo con la ambición de bienes superfluos, sino con la inquieta solicitud por los necesarios. Si esto le ocurriera a una persona que, respondiendo a la llamada del Señor, lo ha dejado todo para seguirle más de cerca, indicaría que su vida interior se está llenando de tibieza, que está intentando servir a dos señores.
Por el contrario, la aceptación de las privaciones y de las incomodidades que la pobreza lleva consigo une estrechamente a Jesucristo, y es señal de predilección por parte del Señor, que desea el bien para todos, pero de modo particular para quienes le siguen.
Pobres, por amor a Cristo, en la abundancia y en la escasez. “Me encuentro en una situación económica tan apurada como cuando más. No pierdo la paz. Tengo absoluta seguridad de que Dios, mi Padre, resolverá todo este asunto de una vez.
(Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal).