Algunos creen que para que algo sea útil necesita tener valor económico. Cuanto mayor sea, mejor. Para los que conciben el mundo de esa manera, un “golcito” está bien, pero es mucho mejor un Mercedes-Benz haguepáva.
Esos son los que en estos días preguntan para qué sirve el folclore. Desde su perspectiva, tienen razón. ¿Qué se puede adquirir en el supermercado con un maravichu, maravichu... maravilla, maravilla mba’émotepa? ¿Cuántos litros de nafta se carga con la polca Guaîguî pysapê, un motivo popular, es decir una obra de autor desconocido? ¿Cuántos pasajes a Miami se compra con los casos de Perurimá, el toro ñemoñarô, la leyenda del lago Ypacaraí y la creencia de que si llueve y sale el sol, el demonio se está casando?
Ya lo dijo Manuel Ortiz Guerrero: “No todo en este mundo es mercancía”. Fue al rechazar el dinero que Anselmita Heyn, la mujer más bella de fines de la década de 1920, le envió como pago por la poesía que acababa de recitar.
Hay realidades de la vida que no se pueden tasar ni medir. Eso no significa que carezcan de valor. El amor de la madre al hijo y viceversa o, el coraje de quien se lanza al agua para salvar al que ya ve la barba de San Pedro, no pueden ser cuantificados. Sin embargo, son más valiosos que lo material porque en esos gestos está la esencia humana.
El folclore —que es la sabiduría de la gente transmitida de generación a generación— es uno de esos bienes intangibles a los que no se puede colgar una etiqueta con su precio y, sin embargo, también sirve. Y mucho.
Se funda en la memoria individual y comunitaria. Si aún se puede leer correctamente el significado del ñe’ênga que dice ipo’ihápente piola osóva como retrato de la injusticia social que castiga al pobre y perdona al poderoso; si la leyenda del Karaû se sigue interpretando como la insensibilidad de algunos hijos ante el dolor de quien le dio la vida y si para muchos el pombéro es tan real como la camisa que se viste es porque sigue vivo un código compartido.
Los bailes típicos, la música paraguaya, los refranes, las creencias, los mitos, las leyendas, los marcantes, las formas de cocción de los alimentos, los versos del juego del truco para cantar una flor, la caña ñemoñe’ê, las pruebas de San Juan, el canto de los estacioneros de Semana Santa, el ñembo’e paha, el jopói, los casos de Pycháî, etc,... hacen que el Paraguay sea el Paraguay y no Argentina o México.
El que sufre un golpe en la cabeza que genera una amnesia (olvido), pierde su identidad. Uno es en la medida en que se recuerda en el tiempo como una unidad.
El folclore es nuestra memoria. Fuimos ayer, seguimos siendo hoy. Si lo olvidamos, dejamos de ser. Así de sencillo y de complejo.
El folclore mantiene nuestra identidad. Para eso, para eso luego sirve.