Pasan los gobiernos. Aumentan las expectativas de un crecimiento económico moderado pero seguro. Se toman medidas correctivas. Se estimulan los sectores de la producción y se buscan nuevos mercados en el exterior. Se busca atraer la inversión extranjera y se intentan ajustar los controles necesarios de la inversión pública. Se planifica la paulatina formalización de la economía y las empresas intentan aplicar planes de responsabilidad social.
Se buscan distintas salidas a los cuellos de botella de una situación social siempre a punto de estallar. El Gobierno salva a una antigua industria de la caña de azúcar para rescatar a productores que han quedado sin paga por años. Otro equipo negocia en San Pedro con productores de chía que no tuvieron el resultado esperado. Se obtienen bonos en el exterior.
Pero... los noticieros seguimos mostrando todas las mañanas el mismo escenario de exclusión social: menores que amanecen arrojados a su suerte en las plazas y veredas de las ciudades del país. La mayoría de ellos narcotizados por alguna sustancia de poca monta y alto daño. Tirados a la vera del progreso que se erige ante sus infantiles narices en pleno boom inmobiliario de la capital y otros centros urbanos.
La semana pasada se supo: en Paraguay hay unos 400.000 niños que viven en la extrema pobreza y no tienen acceso a una alimentación básica, en pocas palabras pasan hambre y esa alimentación insuficiente compromete fatalmente sus capacidades básicas en materia de comprensión para el aprendizaje y crecimiento físico normal.
La maldita y corrosiva pobreza no permite pasar la mitad del ideal en materia de educación infantojuvenil, con una escolaridad promedio de 9 años, mejor que la que teníamos en el 2002, es cierto –que apenas completaba 6,6 años–, pero todavía lejos de los 12 años de meta trazada por organismos locales e internacionales.
De paso, recordemos que los niños fueron los más afectados por la crecida del río Paraguay, el pasado julio, que solo en la Gran Asunción causó el desplazamiento de unas 80.000 personas de sus casas.
El resultado: la proliferación de esos niños silvestres que tanto irritan a la población decente, aquellos que en la voz de Serrat “rondan las calles mientras el día ronde y que por la noche se esconden para que no los maten”. Ellos también quieren crecer.