El sistema socio-económico-político es como una aplanadora que nos quiere aplastar a todos y necesitamos voces, vidas, personas a las que mirándolas a los ojos les diga abiertamente la verdad. Eso es un profeta.
Cuando Jesús apareció, una voz con alegría se corrió por Galilea: “Tenemos un Profeta”.
Y eso lo decía no Herodes, ni los soldados romanos, ni siquiera los sacerdotes, escribas y fariseos, sino el pueblo empobrecido, humillado, lleno de enfermedades.
¿Qué hizo Jesús para merecer este epíteto?
Simplemente enfrentarse a la verdad. Con palabras para descubrir nuestras cobardías, corrupciones, mentiras, malas intenciones, egoísmos, etc., etc., con hechos privilegiando a aquellos que habían perdido o les habían robado parte de su humanidad.
Y para hacer todo esto en justicia y paz, pero con la valentía de decir la verdad, había que estar, poseído por una gran causa. La de Jesús “el Dios Padre de todos nosotros”.
¿Qué sucede cuando no hay profetas? Que nos falta el acicate humano o religioso para dejar la modorra que tanto nos trae de elegir lo más cómodo y fácil de hacer, aunque en el fondo salgamos perdiendo mucho y todos perdamos nuestras utopías.
En Paraguay moderno tenemos la sensación de que no tenemos profetas.
Ni religiosos, ni políticos. En lo social existen, me parece, indicios proféticos, pero nosotros mismos los achicamos poniéndoles límites de divisiones o intereses grupales y personales cuando el profeta, por su papel en la vida, tiene que ser sincero, libre, apasionado solo por la verdad y lo que es justo y humano, dispuesto a dejar la vida en ello y profundamente equilibrado por el enorme potencial de arrastre que tiene.
Un falso profeta es una de las cosas peores que hay en la vida. Tenemos que desear y rezar para que existan los profetas.