20 abr. 2024

Nada mejor que una tunda... para arruinar a un hijo

Por Luis Bareiro

Luis Bareiro

Según un par de tías adorables, este servidor se convirtió en buen ciudadano gracias a la rígida disciplina educativa que me impartió mi padre, y que él aprendió dolorosamente en su infancia de la mano firme de mi abuelo, un capitán del Ejército.

Debo decir que disiento profundamente con ellas porque creo que me convertí en un ciudadano que aspira a ser razonablemente bueno, pese a la rígida disciplina que me impartió mi padre, y que él, lamentablemente, aprendió del abuelo.

Francamente, no logro explicarme que haya gente que padeció la corrección física como parte folclórica del proceso de crecer, que todavía defienda el método y que para colmo lo pregone como la razón principal de que pertenezcamos a una generación más disciplinada y más sana.

Para empezar, ni la de nuestros padres ni la nuestra fueron generaciones más disciplinadas y mucho menos más sanas. Somos dos promociones violentas y desordenadas incapaces de construir instituciones que funcionen; que permitieron el saqueo de las arcas públicas y que aceptaron como natural que quien tuviera más poder se apropiara de lo que era de todos.

Somos generaciones cobardes que aprendieron a callarse ante el más fuerte e imponerse ante el más débil. Fue la gran lección que nos legó el uso de la fuerza contra los niños que fuimos.

No había leyes comunes a todos. El más fuerte se imponía. Las reglas las establecían los que tenían el poder.

Me dicen que la nuestra es una generación que respetaba a la autoridad. Mentira, no la respetaba, la temía. La diferencia es brutal. El miedo se provoca, el respeto se gana.

Todavía suelo ver espantado en las calles a padres o madres sacudiendo a nalgadas al hijo de cuatro o cinco años, con la convicción de que semejante tunda obrará el milagro de que ese niño deje de hacer cosas de niño.

Esas historias que hoy nos producen dolor y desconcierto, crónicas de niños y niñas víctimas de abuso, no son un accidente. Son la consecuencia de décadas de ver cómo los más débiles, los niños y las mujeres, son corregidos por el más fuerte.

Son décadas de considerar que los hijos son una propiedad o una extensión de nosotros mismos, de tratar a las mujeres como piezas de caza o como mercancía.

Hay demasiadas zonas oscuras en nuestra contracultura que aún no queremos ver, no queremos echar luz en ellas.

Esas historias atroces que hoy nos aterran no son nuevas. Convivimos con ellas desde siempre, bajo el silencio cómplice de una sociedad que siempre prefirió lavar los pecados propios y ajenos en comunión los domingos, para volver a las andanzas el lunes en la mañana.

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