Cuando en el año 1992 promulgamos la Constitución vigente, hicimos un gran esfuerzo por instaurar un conjunto de principios, reglas e instituciones democráticas que nos permitiera transitar ese camino al desarrollo en democracia.
Y como naturalmente veníamos condicionados por todo lo vivido durante la dictadura que estaba aún fresca en la memoria colectiva, muchas de las reglas que instauramos en la Constitución estuvieron muy marcadas por ese miedo al pasado que no queríamos que vuelva de ninguna manera.
Desde entonces, pero particularmente en la última década, nuestro país ha dado saltos significativos hacia el desarrollo, sobre todo si nos comparamos contra nosotros mismos en décadas anteriores.
En la gran mayoría de los indicadores sociales y económicos hemos logrado importantes avances. Y en los últimos 10 años la coyuntura internacional fue tan favorable que tuvimos un viento a favor que facilitaba las cosas en muchos sentidos.
Sin embargo, si las comparaciones las hacemos en el marco del concierto de naciones a nivel mundial, vemos una realidad que nos pone aún distantes en los propios indicadores.
Pero más allá de las comparaciones, que son útiles para situarse en el contexto, lo real es que tenemos todavía enormes retrasos –particularmente en lo social e institucional– que finalmente limitan seriamente nuestra posibilidad de avanzar más rápido en la senda del desarrollo.
La coyuntura internacional, por su parte, ha variado de manera sustancial y claramente los años excepcionales de los precios de los commodities por las nubes y las tasas de interés por el piso han terminado. Pues hoy las nuevas condiciones son mucho menos favorables y van a permanecer por un largo periodo, es decir serán de naturaleza permanente.
En este marco de la nueva realidad, todos los análisis coinciden en que llegó el momento de encarar reformas más profundas si queremos seguir creciendo y progresando en el sentido más amplio.
Ya no estarán las ganancias extraordinarias que hay que saber aprovecharlas, pero que muchas veces obvian la sensación de necesidad de hacer reformas o al menos lo postergan hacia adelante.
Ciertamente es mucho más sencillo encarar importantes reformas cuando se tienen ciertas bases sólidas y en materia económica al menos. Es el caso de nuestro país.
Sin embargo, de alguna manera creo que vuelve a nuestra conciencia colectiva esa sensación de miedo, en este caso de perder o volver atrás en muchos de los avances que hemos logrado.
Esto se traduce básicamente en una suerte de movilidad en cámara lenta, solo pequeños ajustes a lo que ya tenemos, desconfianzas enormes hacia cualquier tipo de reforma importante y finalmente en un peligroso statu quo.
Por supuesto que las desconfianzas se basan también en cuestiones reales. Esa es la terrible desgracia de la tan arraigada corrupción e impunidad en nuestro país. Hoy nos cuesta el triple confiar en que una determinada propuesta o proyecto realmente persiga el bien común y todo se vuelve complicado de implementar.
El miedo ha cumplido una labor esencial en la evolución del ser humano, pues nos ha permitido estar alertas ante los peligros que amenazaban la supervivencia.
Sin embargo, si dicho miedo nos termina paralizando estaremos lejos de alcanzar el desarrollo y mejorar verdaderamente la calidad de vida de la población.
Debemos por lo tanto encontrar el sano equilibrio entre el estar atentos, pero no paralizados. Pero ante esa alternativa, tengo la sensación de que hoy los principales tomadores de decisión en nuestra sociedad siguen aún centrados en el retrovisor.