En este mes de mayo muchos buenos cristianos tienen singulares manifestaciones de piedad a la Virgen Santa María, que alegran todos los días del mes.
Siguen de cerca aquella recomendación del Concilio Vaticano II: «Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que estuvo presente con sus oraciones en las primicias de la Iglesia, también ahora, ensalzada en el cielo sobre todos los santos y los ángeles, interceda ante su Hijo».
Y en otro lugar: «Tengan muy en consideración las prácticas y los ejercicios de piedad hacia ella, recomendados por el Magisterio a lo largo de los siglos».
Una manifestación tradicional de amor a nuestra Madre es la romería a un santuario o ermita de la Virgen, con carácter penitencial –expresado quizá en un pequeño sacrificio: ir andando desde un lugar oportuno, vivir algunos detalles de sobriedad que cuesten sacrificio...– y con sentido apostólico, procurando acercar más a Dios a aquellas personas que nos acompañan, y rezando con particular piedad el Santo Rosario.
A estos lugares, pequeños o grandes, donde hay una especial presencia de la Virgen acuden personas para dar gracias, para alabar a María, para pedir (¡cuántas veces Santa María habrá escuchado allí peticiones urgentes y esperanzadas!) y también para recomenzar de nuevo después de haber vivido quizá lejos de Dios.
Preguntémonos hoy en nuestra oración qué propósitos tenemos y cómo los estamos llevando a cabo para tratar a Nuestra Madre Santa María a lo largo de este mes en que tradicionalmente los cristianos honran más especialmente a la Virgen.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal, Tiempo Pascual, Ciclo C)