El crecimiento económico no es sinónimo de desarrollo, tal como parecen creer autoridades que lideran las principales instituciones económicas del país y algunos analistas económicos. Esta visión ya superada varias décadas atrás hasta por las teorías económicas que alguna vez impulsaron esta idea, sigue estando en el discurso de muchos mostrando el atraso académico en el que se encuentran. Considerar como positivo que estamos llenos de dólares nos lleva casi al pensamiento mercantilista del siglo XVII.
La insistencia por lograr crecimiento durante este periodo de gobierno a través de megaemprendimientos con financiamiento externo, sin un adecuado análisis sobre el impacto a largo plazo, pone en riesgo otras variables tanto o más importantes que el aumento del producto interno bruto.
Las estadísticas oficiales ya nos empezaron a mostrar indicios que hacen dudar de algunas hipótesis gubernamentales. La Encuesta Continua de Empleo 2016 realizada para Asunción y el Departamento Central da cuenta de un nivel de desempleo abierto más alto que el promedio nacional y una tasa de subocupación en aumento. A pesar de la fuerte inyección dada a las obras en la capital y el área metropolitana, la promesa de generación de empleos al parecer no se está cumpliendo.
Además de que el empleo que genera la inversión pública no es sostenible en el tiempo y como se puede observar no aumenta ni en nivel ni calidad, un problema mayor es el del impacto en la desigualdad. En uno de los países más desiguales del mundo, ninguna política pública debiera ejecutarse sin preguntarse a quién beneficia y quién la pagará.
El financiamiento por la vía del endeudamiento dada la inequidad del sistema tributario puede profundizar las desigualdades. El propio Ministerio de Hacienda dio a conocer la cifra de la cantidad de ricos que no pagan impuesto a la renta personal. La pregunta es quién pagará la deuda si quienes se están beneficiando con estos fondos no contribuyen al fisco.
Más allá del debate económico que genera este tema, también en el ámbito político hay fuertes reacciones en contrario. Desde la legalidad del endeudamiento por no contar con la aprobación del Congreso, hasta la legitimidad del mismo teniendo en cuenta no solo la reacción contraria de parlamentarios –que nos gusten o no nos gusten son el resultado de un proceso electoral y como tal son representantes del pueblo–, sino también la ciudadana.
La reacción del Poder Ejecutivo, lejos de lograr un diálogo constructivo y la búsqueda de consensos, ha logrado polarizar aún más la situación, hasta el límite de llamar “terroristas económicos” a quienes disienten con este ritmo de crecimiento de la deuda. No habla nada bien de la vocación democrática de quienes usaron ese término y menos aún contribuye a la construcción de un estado de derecho todavía débil en nuestro país.