Martinessi llevó su cortometraje al Festival de Cine de Venecia (Italia), donde compite en la sección Horizontes del certamen, dedicada a las nuevas vanguardias.
El autor mantuvo un encuentro con la prensa respondiendo a una serie de preguntas sobre la desigualdad social y las decisiones estéticas y narrativas que debió tomar a la hora de contar esta historia y entrevistar a los involucrados en la masacre.
Al referirse a la función del cine en el Paraguay, mencionó que existen paraguayos “fascinados por la posibilidad de mirarse al espejo de la pantalla cinematográfica”, pero, por otro lado, también hay necesidad de que esa mirada sea “reflexiva y crítica”.
“Paraguay atravesó por 35 años de dictadura militar. Las consecuencias siguen marcando la vida política y las consecuencias culturales son aún muy difíciles de superar”, manifestó y señaló que el país estuvo prácticamente “ausente” de la corriente de cine político “que tuvo un momento importante en los 60 y 70 en América Latina”.
Este proceso, según el realizador, fue “vital” para moldear el futuro de la narración audiovisual de la región. “Aparte de El Pueblo (Carlos Saguier, 1969) y un puñado de obras más, el cine en mi país es un fenómeno reciente. La desigualdad no”, refirió.
“En La Voz Perdida quisimos acercarnos a la experiencia humana. Ese es un lugar para el cine”, aseguró y añadió que para realizar su cortometraje tuvo que acercarse a los pobladores de Curuguaty, acompañado de su compañera, Perla Álvarez.
“La entrevista vertebral del corto -con esos conmovedores matices de voz impregnados en el relato- no hubiese sido posible sin Perla, que, como se describe, es una ‘campesina por opción’, aparte de ser militante de la lengua guaraní”, contó.
“Perla conocía a la gente de Curuguaty y venía acompañándoles desde hacía bastante tiempo”, añadió y recordó que acompañaron a la familia protagonista por tres días.
“Les acompañamos cuando hacían almidón, cuando alimentaban a sus animales, nos bañamos en el arroyo junto a la casa, incluso dormimos ahí un par de siestas bajo el árbol. Fue un proceso de acercamiento que se dio de forma natural”, indicó.
En carácter de cineasta, calificó este proceso como “fundamental” para una obra de estas características. “La entrevista se grabó después, una madrugada, entre las 3 y media y las 5 de la mañana, tomando mate junto al fuego, en un atmósfera muy especial. Llevamos una cámara, pero no la encendimos nunca”, detalló.
Mencionó que haber grabado la voz sin crear imágenes reales fue su manera de respetar una situación tan delicada como la acontecida en este distrito de Canindeyú. “El respeto al dolor ha sido central a la hora de buscar una forma a esta historia”, dijo.
“Hay que tener en cuenta que la gente de Curuguaty había estado sobreexpuesta a los medios y en muchos casos ya tenía un discurso armado. A veces alrededor de su militancia, otras en torno a una necesidad de defenderse. Y había discursos moldeados por el miedo. El desafío era llegar a un lugar más profundo”, añadió.
- ¿Es una película política o es sobre los sentimientos?
- Me parece que justamente uno de los problemas grandes de la política actual es que se alejó de los sentimientos. Y al hablar de sentimientos me refiero a esa fibra íntima que atraviesa la experiencia humana. Me gustaría que en este trabajo puedan sentirse ambas expresiones.
- Con respecto al final. ¿Quería hacer una exposición neutral, dejando que el juicio ético naciera “en automático” en la cabeza del espectador, o usted tenía la intención de llevarlos a una postura determinada?
- Para mí era importante presentar los hechos tal cual sucedieron. Por más que estoy seguro que lo acontecido en Paraguay en el año 2012 ha sido un golpe de Estado, opté por no usar la palabra ‘golpe’ y describirlo como lo que fue técnicamente, un ‘juicio político exprés’. Es tan obvia la falta de legitimidad de todo ese proceso... Ojalá -como siento que te sucedió a vos- ese juicio ético sea como ‘automático’ en la cabeza del espectador y que sin necesidad de nada más, la cabeza misma del espectador repita: golpe, golpe, golpe.
- En su trabajo hay imágenes que se escuchan y sonidos que se pueden ver. La cuestión de la separación entre imagen y sonido ¿ha dependido solamente de cuestiones prácticas o es una separación que implica una reflexión sobre el cine comercial y el que se abre hacia otros elementos del lenguaje fílmico?
Muchas de las decisiones estéticas y narrativas tienen que ver con los materiales con que disponía para construir el cortometraje. Y por el camino fui hallando un sentido que, más allá de lo práctico, le dio un lenguaje propio al corto.
Al principio, lo único que tenía era una serie de imágenes filmadas 3 años antes, como parte de un proyecto que nunca pude concluir. Las imágenes eran fuertes, pero el guión y los diálogos en particular no funcionaban.
Por otro lado, tenía 8 entrevistas a mujeres de Curuguaty que son parte de un proyecto documental, que aún hoy está en desarrollo. Y me pasó que una de esas entrevistas, justamente la más entrañable, era muy visual y a la vez me remitía -aún muy vagamente- a esas imágenes preexistentes.
El montaje empezó casi como un juego, para ver si era posible una relación, un diálogo entre estos dos proyectos distintos. Trabajé varios meses y de esa colisión nació La Voz Perdida.
En varias de las universidades y workshops de cine por los cuales pasé hay una tendencia a formatear el relato, a repetir recetas exitosas. Incluso recetas de ‘cine de autor’. Entonces me parece importante cuidar y conservar los lugares donde, afortunadamente, aún queda espacio para experimentar, para moverse sin miedos entre prueba y error. Porque allí es donde puede surgir algo nuevo, inesperado, que nos recuerda que el cine está vivo. Y esa sensación es muy hermosa.