En 1979, la policía francesa antidisturbios intervino en la toma de la Gran Mezquita de La Meca a manos de Juhayman ibn Muhammad al-Utaybi y doscientos de sus seguidores, quienes protestaban contra la corrupción moral de la familia real saudí y su lectura del islam. La Gran Mezquita es un laberinto de cuevas subterráneas, por lo que el asedio de la policía saudí duró dos semanas, hasta la llegada de los aliados franceses. Estos “inundaron los sótanos de la mezquita y sumergieron cables en el agua, con lo que electrocutaron, a lo Sadam, a muchos de los rebeldes”, cuenta Robert Fisk en La Gran Guerra por la civilización, su voluminoso libro que relata su experiencia de cuatro décadas como reportero en el Oriente Medio.
Fue también en 1979 que la familia que gobierna con despotismo Arabia Saudí —con apoyo norteamericano y complicidad europea— compró propiedades en las playas de la Costa Azul francesa, en las que hasta hoy veranea. Cuando el rey Salmán está de vacaciones allí, toda una playa se cierra para él y su familia. En julio pasado, interrumpió su presencia por la polémica suscitada por el cierre. Pero eso no pasa de una anécdota. El verdadero acontecimiento es otro: un mes antes de los atentados en París, la Francia de Hollande firmó acuerdos en las áreas de la tecnología y armamentos con el rey Salmán. El primer ministro francés, Manuel Vallas, se hizo acompañar en Riad por veinte empresarios para cerrar acuerdos y posar para la foto con quien es dueño de una pequeña pero privilegiada porción del territorio francés.
Así como en 1979, la principal ayuda francesa al régimen dinástico saudí —sostenedor ideológico, político y económico del wahabismo que profesan los talibanes, Al-Qaeda y el Estado Islámico— es de índole militar, represiva, no solo al interior de Arabia. La contraparte es para el enriquecimiento de la burguesía empresarial francesa, defensora entusiasta del régimen de Salmán. Si la familia real que ejecuta ochenta personas al año y niega el voto femenino, entre otras cosas, lo necesita, la Francia a la que le da igual votar a Hollande o a Le Pen, siempre está allí para darle una mano.
Los franceses lloran, al igual que todo el mundo, las muertes en los recientes atentados, mientras Hollande clama por venganza. Ese deseo de sangre, por supuesto, no alcanza a sus aliados saudíes, convenientemente invisibilizados en la trama de acontecimientos que llevaron a la creación y auge del Estado Islámico, tan verdugo este de los muertos parisinos como Arabia Saudí.