En la Plaza de Armas, frente al Congreso Nacional, desde la semana pasada hay unas improvisadas carpas negras de plástico bajo las cuales se guarecen familias indígenas de comunidades ava y mbya.
Dicen haber venido al centro del poder, Asunción, para quedarse frente a uno de los poderes del Estado, el Legislativo, con la finalidad de pedir una mesa de diálogo, reclamar caminos, escuelas, puentes, energía eléctrica, atención a la salud, etcétera.
Es decir, elementos básicos que, a estas alturas, no deberían faltar a ningún compatriota.
Cada día realizan alguna movilización para llamar la atención sobre el petitorio que les trae hasta la capital.
Recurren a sentadas, cierran en forma intermitente la calle, y deambulan por la zona para ver si alguien los ve.
Sus representantes ya fueron al Instituto Paraguayo del Indígena (Indi), y doy por descontado que a alguna otra institución, buscando que se tome nota de sus reclamos y les den alguna respuesta esperanzadora. No creo que los legisladores los hayan visto ni que se hayan incomodado al salir en sus portentosos todoterrenos del recinto parlamentario, porque normalmente los policías se encargan de despejarles las calles cuando llegan y parten.
Los medios les han dedicado algún que otro espacio. En estos momentos es mucho más relevante saber hasta qué punto el presidente Horacio Cartes se jugará las próximas elecciones presidenciales con el alevín de político, Santiago Peña.
Mientras tanto, un buen número de los indígenas siguen siendo los más pobres entre los pobres, y encima, invisibles. Y para empeorar aún más la situación de algunas de sus comunidades, sus líderes ceden como mantequilla al calor, y arriendan sus tierras al primer ofrecimiento que les hagan, plata de por medio, para todo tipo de actividades, y terminan con sus tierras deforestadas, empobrecidas y su gente obligada a una diáspora que, normalmente, tiene como destino final las cabeceras departamentales o Asunción.
En estos sitios se convierten en mendigos y varios en zombies drogados con crac. Las niñas en objeto de explotación sexual y los pequeñitos son frágiles criaturas desnutridas que aspiran gases venenosos en los cruces semafóricos, mientras sus mamás se acercan silenciosamente a los automovilistas y extienden la mano. ¿Ha cambiado algo para estos connacionales en los últimos 20 años?
Sí. Ahora los tenemos más cerca, pero seguimos sin prestarles atención. Perdieron la seguridad en sus propias tierras, además pasan hambre, y en muchas partes sus autoridades sucumbieron a la tentación del dinero y olvidaron luchar por su gente.
La población indígena no supera las 120.000 personas. Atender sus necesidades no debería representar un problema, si hubiera política de Estado. Claro, primero urge verlos.