El pasado lunes, en este mismo espacio, escribí sobre los hijos de la dictadura, los privilegiados vástagos de la plana mayor del stronismo, representados a cabalidad por Mario Abdo Benítez (h), descendiente homónimo del secretario personal del dictador Alfredo Stroessner, y entronizado ahora como presidente del Congreso Nacional.
Durante el resto de la semana, recibí tres testimonios personales acerca de las experiencias de gente que tiene parientes que formaron parte de los aparatos de represión de la dictadura, pero que no se reconoce como hija de ella. Me resulta imposible dar los nombres de quienes se comunicaron conmigo: a diferencia de gente como Goli Stroessner, nieto del Tiranosaurio y que reivindica a voz en cuello un tiempo de violaciones sistemáticas de los derechos humanos, quienes me comunicaron sus testimonios por escrito no pueden hacer público una desavenencia radical sin horadar la paz familiar.
Una de esas personas me escribió: “En mi caso, fue horrible saber lo que hacía mi papá en realidad”. El nombre de su padre aparece entre los ejecutores del Plan Cóndor. Ahondó: “Son horribles tiempos que siguen persiguiéndonos. Y están tan recientes que aún no se puede hablar de ellos”. Otra de las personas me contó que tiene “parientes torturadores stronistas”, pero que no se anima aún a confrontar esa certeza con la tranquilidad familiar.
El caso es que quienes me escribieron saben absolutamente bien –por las múltiples denuncias que hay sobre sus parientes y por la misma convicción stronista de ellos– qué trabajo sucio llevaron a cabo los suyos, y no se enorgullecen de ello, sino más bien se avergüenzan. Leer lo que me dijeron, saber que no cegaron sus ojos ante la evidencia, me emocionó particularmente.
Hay otra gente que, aun a sabiendas de las denuncias de víctimas de la dictadura ante la Comisión de Verdad y Justicia, prefiere desconocer el protagonismo represor de algún familiar suyo. Es su elección. En algún caso, el síndrome de Estocolmo llega al punto de que una directora de cine homenajee, en una película taquillera, a su padre denunciado ampliamente como torturador a sueldo de la Policía stronista. El homenaje es público por lo que la indignación de las víctimas del comisario en cuestión también es pública y, sobre todo, legítima. Como en el cuento de Mario Benedetti, no por escuchar a Mozart un torturador es menos torturador.
De todas formas, cuando hay hijos de la dictadura que no están al mismo nivel que el hoy presidente del Parlamento, sino todo lo contrario, que se revelan –aunque más no sea de manera anónima y silenciosa– ante la pesada herencia parental, uno siente que todavía hay una reserva ética valiosa.