15 desdichados con ínfulas republicanas se adentraron en una mina que era llamada el Senado, porque los que allí vivían eran una joyita. Sabían el riesgo, pero era la última oportunidad que les quedaba para sacar algo de vida política de las entrañas de la tierra.
Tuvieron éxitos esporádicos. Reinaba el optimismo. Se hacían grandes planes, hasta que la valentía fue empujada por la soberbia. Y sobrevino la catástrofe.
Un domingo hubo un desmoronamiento que los dejó encerrados. La única salida fue taponada por una enorme losa de una piedra de consistencia especial llamada voto, la que, además, estuvo convenientemente fortificada con una lámina denominada dólar. Era imposible atravesar semejante pared. La mentada unidad granítica siempre cacareada cobró una irónica dimensión real.
La suerte parecía estar echada. La desazón reinaba, aunque algunos salieron a cantar victoria para obrar como buenos pescadores de río revuelto.
Los improvisados mineros se hicieron las preguntas que cunden en situaciones desesperantes: ¿Cómo salimos de esto? ¿Nos morimos en nuestra ley sin pedir ayuda? ¿Quién va a ser candidato a presidente?
La última pregunta fue como una daga que se hundió en el moribundo cuerpo para sacarle el último hálito de vida. Dos o tres de ellos salieron a responder con un contundente: “Yo”. Allí todo acabó. La unidad se rompió y la llanura política fue tan amenazante como la muerte, con la diferencia de que la primera era una agonía lenta y miserable.
En la superficie reinaba Horatius I. Este era un presidente electo por los votos que se convirtió en rey siguiendo los consejos de la niña de sus ojos, Solcito, que quería ser princesa, como la princesa de París, Paris Hilton.
Horatius I, cuando no llenaba de cigarrillos a medio mundo y recibía halagüeñas visitas papales, compraba medios de comunicación. La independencia informativa, como Libertad, eran para él un club de fútbol.
A Horatius I le resultaba cómico que algunos de los que yacían bajo toneladas de piedra eran hijos de los llamados hombres escombros. Él no se sentía de ese grupo. Lo que reforzaba su fe en la misión redentora que creía tener. Tuvo que tragarse los sapitos, servidos con piel y todo, y planear el rescate.
Llegó a la mina y perforó un agujero y por él dijo las palabras mágicas: “Están conmigo o con nadie”. Uno a uno, los sepultados se abrieron paso con sus propias manos de las entrañas de la tierra y alumbraron a una nueva vida: a la del oficialismo.
Y Horatius I reinó feliz.