La experiencia de la ofensa a Dios es una realidad. Y con facilidad el cristiano descubre esa huella profunda de mal y ve un mundo esclavizado por el pecado. La Iglesia nos enseña que existen pecados mortales por naturaleza que causan la muerte espiritual, la pérdida de la vida sobrenatural, mientras otros son veniales, los cuales, aunque no se oponen radicalmente a Dios, obstaculizan el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y disponen para caer en pecados graves.
San Pablo nos recuerda que fuimos rescatados a un precio muy alto y nos exhorta con firmeza a no volver de nuevo a la esclavitud; hemos de ser sinceros con nosotros mismos, para evitar reincidir, avivando en nuestras almas el afán de santidad.
El pecado mortal es la peor desgracia que le puede suceder a un cristiano. Cuanto este se mueve por el amor, todo sirve a la gloria de Dios y para servicio de sus hermanos los hombres, y las mismas realidades terrenas son santificadas: el hogar, la profesión, el deporte, la política... Por el contrario, cuando se deja seducir por el demonio, su pecado introduce en el mundo un principio de desorden radical, que lo aleja de su Creador y es causa de todos los horrores que en él se encuentran.