Las estadísticas de accidentes de tránsito ocurridos en nuestro país reflejan que el 73 por ciento de los percances viales arroja como saldo lesionados de gravedad. Ello incluye personas a las que se les amputa al menos un miembro o quedan con parálisis parcial o total, postradas de por vida en cama, con el consecuente drama que ello constituye no solo para los afectados, sino también para su familia.
Esas situaciones que no figuran en el plan de vida de nadie, pero que por diversas razones –por lo general imprudencia en el volante, alta velocidad, ingestión de alcohol, desatención al caminar– a veces se presentan, modifican completamente el presente y futuro de las víctimas y su entorno inmediato.
Además de las secuelas físicas, quedan consecuencias síquicas, ya que, de un día para otro, los accidentados se encuentran sin una pierna para trasladarse libremente de un lugar a otro o practicar algún deporte. Esas modificaciones corporales pueden aún ser más rotundas cuando las víctimas quedan inmovilizadas parcial o totalmente.
Todo ello impacta en la conducta de los afectados directamente y en su círculo familiar. Hay sentimientos de frustración y de culpa que generan situaciones conflictivas que se van acrecentando a medida que transcurre el tiempo.
Es allí donde resulta fundamental una terapia sicológica que incluya a todos los miembros de la familia, a la par de la tarea de rehabilitación física a través de ejercicios. Si no se logra una reeducación eficaz para aceptar con madurez la realidad y modificar las normas de comportamiento el sufrimiento será mucho mayor.
Ante esta realidad, es necesario reflexionar profundamente como sociedad pensando que nadie tiene que sentirse excluido de la posibilidad de ser una de esas personas discapacitadas a raíz de un accidente de tránsito.
Tomar conciencia de ello y obrar en consecuencia tomando las precauciones requeridas pueden ser parte de una estrategia que salvaguarde la integridad física y sicológica de las personas. Siempre será mejor llegar un poco más tarde a destino o dejar de beber la bebida favorita si se va a conducir antes que sufrir algún accidente que ha de lamentarse por el resto de la vida. Los lamentos son vanos después de siniestros que transforman la existencia.
A esa responsabilidad ciudadana personal hay que agregar –y no está demás insistir en ello– el componente de la educación tanto formal como informal. Las escuelas y colegios, la familia, los municipios, las gobernaciones, los medios de comunicación y las diversas organizaciones sociales tienen que tomar partido a favor de la vida educando desde sus respectivos ámbitos. Es una siembra a largo plazo, pero tan imprescindible como la prevención que compete aquí y ahora a cada cual.