La tumba de algunas de las buenas intenciones del Gobierno es la corrupción respaldada tradicionalmente por la impunidad. La práctica del “ñamonda katu, total no hay luego castigo en el Paraguay” alienta y estimula a aquellos que ven en el horizonte algún negocio fácil que deja buenos dividendos a repartir.
A repartir, sí, porque nadie come solo en el banquete. Eso sí, los comensales son pocos. Y los que menos trabajan —el que proporciona el respaldo político desde el poder, por ejemplo—, son los que más ingresos obtienen. Por lo general, el último eslabón de la cadena —el que oficia de peón, de hacedor, pe omba’apóva— es el que menos gana.
Este Gobierno, apenas subió, quiso recuperar al menos en parte la agricultura familiar, esa que abastece lo esencial para la mesa diaria... de cultivos de renta, casi no se habla. Por ahí están tirados los cadáveres del algodón, el sésamo, la naranja hái e incluso el cedrón Paraguái y el ka’a he’ê. El Ministerio de Agricultura (MAG) asume, por lo visto, que no van a resucitar.
Como los ministerios, las municipalidades y las gobernaciones destinan buena parte de su presupuesto a la compra de alimentos, la iniciativa fue que los pequeños productores se convirtieran en proveedores de las instituciones públicas.
Para dejar de lado un obstáculo que es insalvable a veces hasta para los que entienden el kure kutu de vender al Estado, se promulgó el Decreto 1056 para poner —sin el embrollo de la burocracia— las reglas básicas de una forma complementaria de contratación, a través de un “proceso simplificado para la adquisición de productos agropecuarios de la agricultura familiar”.
En los papeles, los beneficiarios de esta modalidad inserta en la lucha contra la pobreza son los agricultores minifundiarios que viven en un municipio, cerca de las escuelas que ofrecen almuerzo o de otros locales de instituciones públicas.
El grave drama, sin embargo, es que casi no hay más producción ni, por lo tanto, productores. Y, de la noche a la mañana, mágicamente, los que hace rato colgaron sus azadas y dejaron que sus machetes se herrumbraran por el desuso, no van a volver a la actividad agrícola.
La oportunidad, sin embargo, está ahí. ¿Quiénes la aprovechan? Aquellos letrados vinculados a políticos que sin tener ni siquiera el dibujo de una planta de piña en su patio compran los productos del Mercado de Abasto y fungen de agricultores sin serlo.
Por supuesto, para no variar una historia que con facilidad se repite, detrás de la buena intención gubernamental acampa la corrupción. Si no, ¿cómo es posible que un kilo de naranja que en el Abasto está a 1.600 guaraníes llegue ya a la Gobernación de Paraguarí al exorbitante precio de 14.400?
Hubo una vez croquetas de oro. Ahora, las naranjas ocupan su lugar.