“No me he propuesto escribir una historia propiamente dicha de la Guerra del Chaco. Solo he buscado reunir en un todo orgánico mis recuerdos personales de la campaña”.
Estas palabras de José Félix Estigarribia son fundamentales para comprender sus memorias, que acaba de publicar Intercontinental con el título de La epopeya del Chaco. Repitiendo lo ya sabido, diré que, para comprender la historia, debemos saber no solo qué hicieron sus actores, sino qué querían y qué podían hacer.
En este sentido, esta reedición es útil porque ofrece, además de las memorias originales, las conferencias dadas por Estigarribia en Montevideo para explicar su estrategia en el Chaco, la correspondencia entre él y Eusebio Ayala durante la contienda y un inteligente prólogo de Ricardo Scavone Yegros.
La lectura del libro me dejó una impresión: no se trata de un libro belicista. Esto sin negar que, por momentos y escribiendo en 1937 y 1938, el hombre Estigarribia (cada cual es hijo de su tiempo) no se dejara llevar por un cierto fervor marcial que ya no podemos compartir.
Ha habido demasiada propaganda militarista durante las dictaduras paraguayas, con el propósito de manipular y dividir. Incluso después de caído Stroessner, se publicó la ridícula afirmación de que Evo Morales pretendía invadir el Chaco. El culto fascista de la guerra nos impidió la cabal comprensión de la Guerra del Chaco, una tragedia para los países beligerantes, que nos presentaron como un brillante paseo militar.
Las cartas intercambiadas entre el presidente Ayala y el comandante Estigarribia no nos dicen eso. El presidente busca, durante todo el conflicto, una solución diplomática.
El comandante, en ningún momento triunfalista, expresa su preocupación por los aspectos poco gloriosos de la guerra: el paludismo, la falta de quinina, la sed y el hambre y, para enfrentarlos, pide más recursos materiales. El presidente no le promete más de lo que puede darle a causa del estado de las finanzas públicas, aunque limitadas suficientes para solventar los gastos bélicos con recursos locales y sin endeudamiento externo.
Lo anterior me permite decir que hubo entonces un manejo adecuado de los recursos (financieros, militares, humanos) disponibles; una adecuación de los medios con los fines, que para Max Weber es el distintivo de la racionalidad. El mismo Max Weber habla de las consecuencias no queridas de las acciones humanas; en este caso, la movilización bélica que convirtió al ejército en el patrón político del país en la posguerra.
No quiero concluir con que “todo tiempo pasado fue mejor”, pero no puedo dejar de hacer comparaciones. Con los inevitables defectos humanos, la dirigencia de aquel tiempo tenía proyectos de largo plazo y un sentido de compromiso con los destinos del país.
Hoy, dependiendo de la bonificación cambia de idea, día tras día, cada hombre, cada mujer pública del Senado (dentro de la consigna de usar y abusar del Paraguay, que es todo un programa de gobierno y no un exabrupto soltado bajo la influencia de Johnny Walker). Los susodichos y susodichas no quieren que el del viernes pasado sea su último golpe parlamentario; de la ciudadanía depende que lo sea.