La cuestión ni siquiera es un tema de discusión en este país del Occidente árabe, aunque salió a la luz cuando el pasado 25 de diciembre un joven de la ciudad de Nuadibú (norte del país) fue condenado a muerte por haber recordado que la discriminación de las castas sigue vigente y que -ahí estuvo lo grave- era practicada por el mismo profeta Mahoma.
El joven pertenecía a la casta de los “emaalem” (artesanos: herreros y carpinteros), que junto a los “znaga” (pastores) y los “iguiw” (músicos) forman las castas más bajas, aquellas miradas con desprecio por el resto de la población, incluso en un siglo XXI con sociedades altamente urbanizadas y que han perdido el carácter feudal.
En la mentalidad mauritana, se entiende por “emaalem” todo aquel que trabaje el hierro o la madera, un artesano que fabrica utensilios de uso común; son considerados por la opinión general “miedosos, tragones y portadores de mal agüero”.
Pero la condición de “emaalem” y los vicios que lleva aparejados se extienden a toda su prole, hijos o nietos, y la casta inferior tiene el poder de “contagiarse” por emparejamiento.
“No son sino calificativos inventados por la sociedad, especialmente los ‘nobles’, con el fin de someter a los trabajadores manuales”, explica a Efe el sociólogo El Hadi uld Sidiya.
Por nobles, Uld Sidiya, como cualquier mauritano, entiende a los “hassana” (guerreros) y los “zouaya” (eruditos), y toda su descendencia.
El sociólogo atribuye a estos últimos, los eruditos, la responsabilidad principal en la estigmatización de los artesanos, por ejemplo, al dar por buena y por islámica una tradición que asegura que no son merecedores de la zakat, la limosna musulmana.
Fue precisamente censurando estas tradiciones cuando el joven Mohamed Cheij uld M’jaitir, de la ciudad de Nuadibú, criticó al profeta Mahoma en una red social por “esclavista”, una palabra que le causó una enorme reprobación social y, a la postre, la condena a muerte, sin que se levantasen dentro del país voces para defenderlo.
En cuanto a los músicos y cantantes, eran los que en otros tiempos acompañaban a los emires o grandes guerreros, a los que jaleaban en el combate y más tarde glosaban su bravura y coraje en las grandes ceremonias y banquetes.
La tradición dice que algunos emires exigían el canto de un músico para despertarse por la mañana.
Y dice también que los músicos no tenían salario y vivían exclusivamente de la generosidad del amo, tanto mayor cuanto mejor fuera su canción. Hoy en día, sin guerras que combatir, esto se traduce en que los músicos o sus descendientes viven de la mendicidad. Tanto que en el lenguaje mauritano llamar a alguien “iguiw” es tratarlo de pordiosero.
Están por último los znaga, camelleros y pastores en general, un oficio todavía vivo y que se transmite por herencia. No están tan denigrados como los anteriores pero se consideran seres brutos y faltos de toda educación.
El sociólogo Uld Sidiya cree que la visión de las castas desaparecerá con el tiempo, recordando que en Europa hizo falta una revolución industrial y varias generaciones para acabar con los estamentos sociales.
Porque en la Mauritania actual, toda persona sabe a qué casta pertenece: o noble, o villano, y hará lo posible por evitar un emparejamiento que le arrastre hacia abajo.
El Estado mauritano -recuerda Uld Sidiya- es todavía joven (se independizó en 1960) y necesita tiempo para sacudirse las rémoras del racismo, el tribalismo, el sectarismo y el provincianismo.
Hace solo sesenta años, antes de la independencia, Mauritana era un vasto territorio habitado por tribus independientes unas de otras donde regía la esclavitud más brutal y los franceses, colonizadores, solo habían consentido prohibir su cara más cruda: los mercados públicos de esclavos.
De la esclavitud todavía se habla, con una población negra muy consciente de su discriminación, pero cuando se trata de castas, aparte del joven condenado a muerte, todo el mundo mira para otro lado.
Maarouf uld Daa
