Los hombres podemos ser causa de alegría o de tristeza, luz u oscuridad, fuente de paz o de inquietud, fermento que esponja o peso muerto que retrasa el camino de otros. Nuestro paso por la tierra no es indiferente: Ayudamos a otros a encontrar a Cristo o los separamos de él; enriquecemos o empobrecemos. Y nos encontramos a tantos amigos, compañeros de profesión, familiares, vecinos..., que parecen ir como ciegos detrás de los bienes materiales, que los alejan del verdadero bien, Jesucristo.
Van como perdidos. Y para que el guía de ciegos no sea también ciego no basta saber de oídos, por referencias; para ayudar a quienes tratamos no basta un vago y superficial conocimiento del camino. Es necesario andarlo, conocer los obstáculos... Es preciso tener vida interior, trato personal diario con Jesús, ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, luchar con empeño por superar los propios defectos. El apostolado nace de un gran amor a Cristo.
El papa Francisco a propósito del Evangelio de hoy dijo: “¿Quiénes eran aquellos discípulos? Eran pescadores, gente sencilla... Pero Jesús los mira con los ojos de Dios, y su afirmación se entiende precisamente como consecuencia de las Bienaventuranzas.
Él quiere decir: Si seréis pobres de espíritu, si seréis mansos, si seréis puros de corazón, si seréis misericordiosos... ¡Ustedes serán la sal de la tierra y la luz del mundo!
Para comprender mejor estas imágenes, tengamos en cuenta que la ley judía prescribía poner un poco de sal sobre cada oferta presentada a Dios, como un signo de alianza. La luz, entonces, para Israel era el símbolo de la revelación mesiánica que triunfa sobre las tinieblas del paganismo. Los cristianos, el nuevo Israel, reciben, entonces, una misión para con todos los hombres: Con la fe y la caridad pueden orientar, consagrar, hacer fecunda la humanidad. Todos los bautizados somos discípulos misioneros y estamos llamados a convertirnos en un evangelio vivo en el mundo…”.
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal).