En las últimas semanas, la rabia y el descontento de mucha gente hacia los cuidacoches y limpiavidrios tomaron “estado público”, más que en otras ocasiones, obligando a las autoridades pertinentes a plantear alternativas de solución.
La cosa no es fácil, pues se trata de una problemática social y cultural compleja, con raíces profundas y de larga data. Son la punta de un iceberg, que por debajo oculta años de manipulación politiquera, basada en el prebendarismo y la corrupción; la ausencia de políticas reales de empleo, protección de la familia y acceso a la vivienda y educación; pobreza urbana y promiscuidad, entre otros.
En este contexto, hay que reconocer que tanto aquellos que están a favor de estos o salen en su defensa, como los que abiertamente manifiestan su rechazo y piden su expulsión de las calles, cuentan con argumentos atendibles.
Extorsión, violencia, drogas, prepotencia y hasta criminalidad se escudan y entremezclan fácilmente, y de manera impune entre las actividades de estos contingentes de niños, jóvenes y adultos que tristemente pululan en esquinas y veredas de nuestra ciudad. Esto es así, y quien lo niegue –por no querer criticar al menos favorecido o aparecer como revolucionario– no es del todo honesto.
Pero, por otro lado, también es cierto, que no a todos se les puede “meter en la misma bolsa”, como vulgarmente se afirma; acusarlos sin miramientos de delincuentes y extorsionadores no es justo ni razonable. Posturas radicalizadas no llevarán a buen puerto. Aquí las autoridades deben intervenir haciendo respetar los derechos básicos de la ciudadanía. No es justo que el automovilista y su familia sean amenazados por un servicio que no solicitan, pero tampoco corresponde que estos jóvenes y adultos sigan en la calle sin sustento digno.
Pero esta situación también desafía nuestra forma de estar frente a las personas que se encuentran en situación de marginalidad. Por un lado podemos victimizar al pobre, justificando todo su actuar, por el hecho de serlo, y, al final, considerarlo incapaz de ser sujeto de su propio desarrollo, olvidando que la justicia social no requiere de una actitud de conmiseración, sino de dignificación del ser humano.
Por otro, estos hombres y mujeres también nos invitan a fortalecer esa mirada de humanidad que necesitamos como sociedad; esa que permite reconocer en el otro la misma dignidad, aspiraciones y necesidades que a uno le apremian. Es uno como yo, aunque me moleste, y es válido reflexionar sobre ello. No es tarea fácil, pero quizá sea el ejercicio que necesitamos para asumir posturas más realistas y alcanzar soluciones más integrales que las actuales.