Cuando el cristianismo amanecía en el siglo primero, aquellas comunidades no salían de su asombro y exclamaban: “¡Cuánto nos amó Dios que no envió a vivir entre nosotros a Jesús!”.
Expresaban la admiración ante la realidad. Y se formaron comunidades alrededor de la persona de Jesús, presencia de Dios, el mayor tesoro.
Desde entonces se esforzaron aquellos hombres y mujeres en amar a un Dios tan cercano y generoso pero, sobre todo, en recibir su amor que les daba sentido al quehacer de cada día, que cambiaba sus vidas que era una fuerza expansiva que no podían ocultar y que la expresaban con palabras y solidaridad a todos los que la quisieran recibir.
De ese amor que Dios nos tiene, injertado en millares de comunidades cristianas pequeñas y esparcidas por todo el Imperio Romano, unidas alrededor del Obispo de Roma, sucesor de Pedro, se fue modelando lo que llamamos Iglesia Católica.
Luego, los llamados bárbaros invadieron el imperio. Algunos pensaron que se venía el fin de la historia. Pero, aquellos pueblos fuertes captaron también el karakú del cristianismo.
Dejo para luego la historia de la Iglesia. Hoy solo digo que con el paso de los años llegamos a estos tiempos, preludios de una nueva época, que va a ser muy distinta de los restos del periodo neolítico que todavía conservamos.
Periodo de crisis, que significa no precisamente de desastre, sino de novedades tan grandes que nos veremos obligados a revisar todo. Absolutamente todo.
Aquí entramos en un periodo de creación, de encarnación de la Fe de Jesús en tiempos nuevos, que durarán siglos. Es convalidar una herencia maravillosa, buscando las formas más aptas para ser vivida hoy.