En los inicios de los años 90, cuando nuestro país recuperaba la tan ansiada democracia, se generaba a nivel de la sociedad una suerte de interesante acuerdo colectivo. Si queríamos continuar en la senda democrática, debíamos reformar profundamente la educación.
Esto se refería principalmente al sistema educativo, que había sido claramente cooptado por la dictadura para convertirlo básicamente en una parte más de su plataforma de dominación política.
Esta situación propicia originó un movimiento ciudadano, con consenso político y apoyo técnico internacional que permitió avanzar hacia un proceso de reforma educativa que fue aprobado y entró en vigor a partir del año 1993.
Cuando uno repasa los planteamientos de dicha reforma y la filosofía de la misma, no puede más que estar de acuerdo con la visión y los objetivos superiores que se proponía.
Ahora bien, cuando analizamos los resultados concretos que se han obtenido luego de dos décadas, lo que vemos en términos muy generales es un gran avance en la cobertura educativa, pero con un tremendo déficit en la calidad. En otras palabras, sacrificamos calidad en pos de la cantidad.
La nueva reforma que debemos encarar ahora debe necesariamente estar enfocada en la calidad y esto implica un cambio de enfoque en la forma en que nos planteamos los problemas que enfrenta hoy en día el sistema educativo.
Es una obviedad decir que necesitamos aumentar de manera sostenida y significativa la inversión en educación en nuestro país y ciertamente los indicadores comparativos con otros países en ese sentido nos ubican en una posición de atraso relativo.
Sin embargo, en las condiciones actuales de los sistemas que serían los receptores de eventuales aumentos de recursos financieros, solo replicaremos la lógica de cantidad por sobre la calidad.
Esto ocurre, por ejemplo, con mucha claridad en el tema docente, un pilar absolutamente fundamental para cualquier sistema educativo de calidad.
El sistema de incentivos vigente para los docentes está lejos de buscar y premiar la excelencia y la meritocracia –una lógica de calidad– y se enfoca más bien en la antigüedad –una lógica de cantidad–, la estabilidad y la protección de supuestos derechos adquiridos.
Si las reglas de juego actuales no cambian sustancialmente no será realmente posible convertir más recursos en mejores resultados, que es precisamente lo que debemos buscar cuando se trata de la utilización de recursos públicos escasos. El drama está en que un cambio profundo en estas reglas de juego afecta naturalmente a mucha gente que ha aprendido a manejarse dentro de un esquema determinado que no genera resultados de calidad, pero es lo que se ha venido haciendo desde un buen tiempo, y dichas personas van a generar una enorme resistencia al cambio.
Siempre aparece la opción de hacer los cambios de manera muy gradual y ello parece razonable desde un punto de vista práctico, aunque conlleva el terrible peligro de que solo se generen pequeños retoques, sin cambiar realmente el fondo de la cuestión.
Estas consideraciones no pretenden desconocer la necesidad de aumentar nuestra inversión educativa, pero al mismo tiempo debe encararse con seriedad y decisión una reforma de las condiciones estructurales actuales que no permitirán convertir recursos en resultados.
Más recursos financieros y nuevas condiciones de funcionamiento de los sistemas deben ir de la mano, con una obsesión en la consecución de resultados de calidad.
Las fuerzas de la resistencia solo podrán ser vencidas si logramos de vuelta esa convicción colectiva de que, sin una verdadera educación de calidad, el desarrollo será siempre elusivo.
Las coyunturas internacionales tan favorables que permitieron un fuerte crecimiento de nuestro país en los últimos años han acabado y debemos entender que ahora depende mucho de nuestras propias reformas internas para seguir creciendo. Esta es sin dudas la principal.