La última semana y la que promedia sirvieron para entender en qué país estamos. Las líneas están claras. Vivimos sometidos a un régimen en el que la política pura y dura y la que compete a los poderes del Estado están inficionadas profundamente por los tentáculos del narcotráfico. Es más, hasta el presidente de la República asume en sus últimas declaraciones la existencia de la narcopolítica.
El asesinato del periodista corresponsal Pablo Medina y su asistente Antonia Almada instala ese elemento que hacía falta para acelerar el desvelado de lo que, sin embargo, viene siendo un secreto a voces al amparo de distintos niveles del poder público y la complicidad de un importante sector de la sociedad, en especial aquel que se sostiene mejor económicamente.
No es casualidad que las 5 balas que fulminan la vida de Pablo y las 2 que acaban con Antonia, en Curuguaty, tengan la marca de la mafia. Es un desenlace trágico que se viene anunciando con amenazas de toda laya, como lo denunciaba el hoy asesinado. Hace tiempo que todos los organismos del Estado vinculados al combate y a la seguridad lo saben. También lo saben los propietarios de medios. Sin embargo, nadie hace/hizo nada, aunque hoy todos se desgarren en lamentos de algo irreparable que pudo evitarse.
El final que tuvieron el corresponsal y la joven no es diferente al de muchos dirigentes campesinos e indígenas que se oponen al narconegocio, a la mafia de la soja, al rollotráfico y a la narcoganadería.
Hace tiempo que Paraguay navega en estas aguas turbulentas. Muchas publicaciones periodísticas y denuncias de organizaciones sociales lo testimonian. Sin embargo, nadie reaccionó a tiempo.
Gracias a lo que se desencadena desde el pasado jueves, cuando las balas tiñen nuevamente de sangre el periodismo nacional, mucha de la mierda escondida debajo de los trajes y corbatas salpica a borbotones el firmamento político local. Ahora nadie puede negar los vínculos narcos de algunos altos exponentes de la política nacional, departamental, municipal. La Policía lo sabe. La Senad lo sabe. El presidente Cartes lo sabe. Los propios parlamentarios se acusan mutuamente de ello. Los partidos Colorado y Liberal lo saben. Sin embargo, todos se desentienden o guardan cómplice silencio.
Los anuncios de justicia ejemplar, de que nadie será perdonado, proferidos desde el poder, son simples discursos. Es lo que corresponde decir en estos casos. Si realmente les hubiera preocupado la situación, no estaríamos lamentando tantas muertes, la muerte de Pablo y Antonia.
El panorama está claro. La narcopolítica que empezó a instalarse en los 70 delinea progresivamente la instauración de una narcocracia.