La filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre –escribe San Juan– que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos. Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el cielo, es en esta vida una realidad gozosa y esperanzada.
La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. “Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.
Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre? Omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos. “Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima voluntad!”.
El papa Francisco, a propósito del evangelio de hoy dijo: “La imagen del grano de mostaza. Si bien es el más pequeño de todas las semillas, está lleno de vida y crece hasta volverse ‘más grande que todas las plantas de huerto’”.
Así es el reino de Dios: Una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante. Para entrar a ser parte es necesario ser pobres en el corazón; no confiarse en las propias capacidades, sino en la potencia del amor de Dios; no actuar para ser importantes a los ojos del mundo, sino preciosos a los ojos de Dios, que tiene predilección por simples y los humildes.
“Cuando vivimos así, a través de nosotros irrumpe la fuerza de Cristo y transforma lo que es pequeño y modesto en una realidad que hace fermentar a toda la masa del mundo y de la historia…”
(Frases extractadas del libro Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal http://es.catholic.net/op/articulos/9245/cat/347/el-reino-de-dios-como-la-levadura.html)