Una alumna es maltratada en el colegio por un profesor y los padres proponen llamar al canal tal para que todo el mundo se entere y así presionar la salida del mismo; alumnos encierran a sus profesores, varios de ellos acusados de corrupción, los incomunican durante horas y tienen más visibilidad mediática que cualquier otra actividad cultural o académica del año; unos chicos hacen bullying a sus compañeros de menor edad en el cole y la cosa se filma. Primera premisa, “se mediatiza, luego existe”. ¡Qué gran poder le damos los ciudadanos a la mediatización! Segunda premisa, no importa tanto el fondo de los problemas, sino que ganen los buenos. Claro, la masa decide quiénes son los buenos y punto. Tercera premisa, las instituciones están desacreditadas al máximo. ¿Qué viene luego? Quizás un linchamiento. Porque cuando reina la impunidad, el sentido de justicia se deforma. Lo único que clama el corazón es una satisfacción por el camino que sea, aparece la ira con cara de héroe pero con su violencia solo se convierte en nuestro lado oscuro.
No nos engañemos. No hay justicia en la mentalidad del linchamiento. Solo desquite. Y ya bastaría, si no fuera porque así no damos ni un paso adelante.
La justicia es un factor humanizante de la convivencia. Es necesaria como la paz y la libertad. Nos rebelamos ante su ausencia. Nos empobrece su manipulación. Pero nunca está fuera de nuestros esquemas e ideales. Ni siquiera los mafiosos viven sin cierto sentido de justicia. Pero, cuidado, si los caciques de la tribu –y la prensa es parte del consejo que guía la aldea global de nuestro tiempo– miran para otro lado ante los abusos de sus protegidos, peor aún, apoyan el linchamiento como método justiciero, no se quejen luego de caer como víctimas de sus propias recetas.
No hay justicia sin sano discernimiento, sin legítima defensa, sin deseo de bien. Amigos, ¿por qué no miramos un poco más allá y revisamos por dentro de dónde viene la situación actual en cuanto a la injusticia? Veremos que es la gran deuda del poder, pero también nuestra gran deuda social. Los paraguayos somos hijos de gente de bien y nos debemos a nosotros mismos la posibilidad de reencontrar un camino más humano que el linchamiento y la venganza, porque tan humano como el enojo son la inteligencia y el uso de la voluntad para el dominio propio.
La virtud todavía no ha muerto entre nosotros, es solo que no es tan mediática como el vicio, se aleja de la masificación, vivifica y unifica el ser, marca el grado de civilización. No somos orcos, somos personas y como tales tenemos que reconstruir el tejido moral del que hablaba el finado monseñor Rolón. Eso requiere el coraje de ir contracorriente cuando la masa solo quiere desquite.