Augusto Roa Bastos marcó a fuego en el imaginario nacional el drama de los mensúes, trabajadores en los grandes yerbales de principios del siglo XX, sometidos a condiciones laborales infrahumanas y amarrados a una servidumbre sin horizonte por deudas impagables.
Gracias a sucesivas disposiciones legales se fue desterrando esta repugnante modalidad, y en 1961 se promulgó el código del trabajo, actualizado con el código vigente del año 1993. Entre sus disposiciones, se estipula que el trabajador con más de diez años de antigüedad no puede ser despedido sin justa causa, salvo un mecanismo de excepción mediante el cual el empleador, previo juicio, puede dar por terminada la relación pagando una doble indemnización.
Como ejemplo, un empleado con una remuneración de G. 8.000.000, desvinculado por su empleador con 9 años de antigüedad, percibe en concepto de preaviso e indemnización alrededor de G. 52.000.000. El mismo, cesado con 10 años de antigüedad, recibiría unos G. 104.000.000, sin contar los elevados costos para el empleador del juicio laboral.
Esta norma fue incorporada con las mejores intenciones, pero, como ocurre tantas veces, ha resultado en consecuencias perversas, contrarias a las intenciones originales que pueden ser profundamente perjudiciales para las partes involucradas y para el país.
Los costos eventuales de desvincular a los trabajadores de una empresa constituyen parte de su pasivo contingente, y el tamaño de dicho pasivo incide en el valor que el mercado puede dar a la misma. Entonces, empresas con significativo componente de mano de obra tienen un fuerte incentivo para cesar a sus trabajadores, especialmente los menos calificados y más fáciles de reemplazar, antes de cumplir los 10 años de empleo. Resulta, por consiguiente, que la normativa en vez de promover la estabilidad, promueve la inseguridad laboral, con mayor impacto en los trabajadores más vulnerables.
Por otro lado, el empleado que ha alcanzado la estabilidad tiene un jugoso incentivo para “hacerse despedir”, especialmente si tiene otras alternativas laborales, disminuyendo su rendimiento o modificando su comportamiento, evitando, claro, incurrir en las causales legales de despido. La nefasta consecuencia es, en este caso, convertir un buen empleado en un mal empleado, con perjuicio para todos.
Y si el despido va a juicio, los abogados del empleador buscarán, mediante todos los artilugios a su alcance, desgastar a la otra parte con interminables demoras y postergaciones, hasta que esta, ya exhausta, acepte un arreglo quizás mucho menos favorable que la estipulación legal. En este trámite, salvo los abogados, todos pierden.
Los tiempos de los mensúes han pasado, y esta disposición normativa ya ha cumplido su vida útil y debe ser reemplazada. Las economías modernas buscan facilitar la movilidad laboral, entendiendo que las barreras a la salida de los trabajadores se constituyen también en barreras de entrada. Cuanto mayor es el costo de una desvinculación, menores son los estímulos que tiene el empresario para nuevas contrataciones y la toma de riesgos para el crecimiento de su negocio. Una legislación que armonice mejor los intereses del trabajador y del empleador promoverá también un ambiente más favorable para la inversión y la creación de nuevas fuentes de trabajo.
Y quizás lo más perjudicial es que el espejismo de un empleo blindado o una posible multimillonaria indemnización inhiben al trabajador de apostar a nuevas oportunidades laborales o de reentrenamiento, cada vez más abundantes y prometedoras gracias al impacto de la tecnología. Como cantan Los Tigres de Oro en la ranchera de Enrique Franco:
“De qué me sirve el dinero
Si estoy como prisionero
Dentro de esta prisión
Cuando me acuerdo hasta lloro
Y aunque la jaula sea de oro
No deja de ser prisión”.